Vicisitudes de la vejez, 15

¡Qué maravillosa noticia me han venido a dar, esta mañana, mis siempre queridos hijos! Hasta yo estaba nerviosa de verlos a ellos todos juntos, personados en la residencia de ancianos en la que resido desde hace varios años. Tenía la intuición femenina de que algo oculto tramaban entre todos y que no eran capaces de soltármelo a bocajarro, ni haber venido uno a uno a decírmelo…


Empezó el mayor tomando la palabra, bastante nervioso, por cierto, pues casi le temblaba la voz, y con la atención expectante del resto de familiares que habían venido a verme en comandita, cosa que normalmente no solían hacer en todo este largo período que llevo aquí internada.
Después de un preámbulo sobre todo lo que había ocurrido con la Covid-19 en el mundo y, sobre todo, en nuestra España, con especial virulencia y desgracia en las residencias de ancianos como la mía, en la que los muertos y su mala gestión sanitaria se han cebado de mala manera con el pobre y desamparado anciano, me soltó la sorpresa de sopetón:
«Mira, mamá, hemos pensado todos los que tanto te queremos que tú no te mereces estar aquí confinada ni un día más. Creemos conveniente que vuelvas a tu casa del pueblo y que termines tus días lo más plácida y serenamente posible en tu hogar, el que tanto has querido y por el que tanto has luchado. Hemos aprendido bien la lección que este virus nos ha proporcionado. Por eso, desde hoy, te marchas con nosotros, ya que por turnos te atenderemos, aunque hemos contratado un par de muchachas a domicilio para que te sirvan concienzudamente y no te falte de nada. Siempre con nuestra supervisión y cariño, que nunca te han de faltar, lógicamente, querida mamá».

Y, con la vista, comprobé que asintieron todos y su sinceridad se podía vislumbrar en sus semblantes llorosos. ¡No me lo podía creer…!: que los seres humanos, en general, y mis hijos, en particular, pudieran rectificar una mala decisión, anteriormente tomada, era inaudito.
Tragué saliva y me serené un poco, pues yo también andaba bastante nerviosa y agitada con la inesperada noticia y todo lo que se me avecinaba; pues, si había perdido nuevas y antiguas amigas hechas en esta residencia, con el dichoso coronavirus chino, también las iba –ahora- a perder, a las poquitas más jóvenes que me quedaban al marcharme lejos, a mi hogar.
Pero, como soy una persona positiva, he pensado que lo mejor es afrontar la vida de frente (siempre lo hice así, como cuentan del santo Job -sin que yo, por ello, quiera compararme con él-); aunque por mi edad vuelva, una y otra vez, a recordar mi largo pasado de casi un siglo de existencia. Solo le pido a Dios, en el que creo firmemente, que me guarde la cordura y la razón hasta el momento de mi fallecimiento y no me haga padecer un alzheimer tardío que me convierta en una zombi gratuitamente, dando excesivo trabajo a mis hijos. ¡Dios así me lo conceda!
Aproveché para darles mis sinceras y enternecidas gracias. “Es de bien nacidos, ser agradecidos”, como me enseñaron siempre mis padres, maestros y abuelos y para divagar y reflexionar, un poco, sobre todo lo que yo había estado viendo en esta residencia; que supongo que es muy similar a lo que había ocurrido en otras. Al fin y al cabo esto de cuidar a los viejos es un negocio del que hay que sacar el mayor dinero posible, piensan algunos; amén de que haya personas pías, altruistas y/o bondadosas que puedan hacerlo gratis o poniendo su propio dinero y esfuerzo para sufragarlas; pero no seamos tontos, que lo más normal es que, en nuestra egoísta sociedad, y según ciertos individuos, en particular, que siempre vieron un pingüe negocio, tan beneficioso y fértil como el aparcamiento de los ancianos; y, claro, por eso, escatimaban en gastos y personal para que, a fin de mes, las ganancias fuesen mayores. Bien que se ha visto ahora, con las investigaciones que están saliendo a la luz sobre todo esto y cómo bastantes residencias de ancianos se han convertido en cárceles a las que más de una comunidad española con sus autoridades políticas al frente, aún siendo de signos diferentes, han remitido órdenes escritas estrictas de no dar servicio sanitario en los hospitales, pasando de cierta edad, pues había que primar, en caso necesario, la juventud o la madurez sobre la vejez a la hora de proporcionarles respiradores o plazas de UCI. ¡Una ilegalidad en toda regla! Se quedó corto George Orwell cuando escribió -premonitoriamente- su distópica novela “1984”. Claro; es que ya estamos en 2020…
Bien que nos han metido miedo y ansiedad en el cuerpo para nunca más estar tranquilos y felices, por culpa de esta dichosa enfermedad y por el encrespamiento político que nos han traído los políticos de uno y otro signo, con este ambiente  preguerracivilista que nos proporcionan a diario, sobre todo últimamente, haciendo del odio, la mentira y la bronca política en el parlamento y en la calle el pan nuestro de cada día.
«Yo todo esto lo veía venir, dicen que “más sabe el demonio por viejo que por diablo”, pues observaba que durante el día había más personal trabajando en nuestra residencia, pero llegada la tarde y, especialmente, la noche, solamente éramos atendidos los residentes por un par de muchachas para el montón de ancianos que pernoctábamos allí. Lo palpé más claro, incluso, cuando estuve enferma y tuvieron que llamar, el año pasado, a una ambulancia para que me llevase al hospital más cercano. Vosotros os acordaréis, hijos, cómo os llamó una de las muchachas de mi residencia, cuando ya estaba ingresada en el centro sanitario, para que fuerais urgentemente a relevarla, puesto que su otra compañera se había quedado a cargo de toda la residencia, ella solita…».
En fin, por hoy, aquí lo dejo. En futuras ocasiones, seguiré contando sinsabores -y también alegrías- de mi largo peregrinar por este valle de lágrimas, como dice la Salve a la Virgen María. No todo iba a ser efectos colaterales negativos del dichoso virus en cuestión.
Me voy para casa; ¡qué gran ilusión!
Sevilla, 6 de junio de 2020.
Fernando Sánchez Resa

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