Recuerdos de un safista – 3. El comedor
Tras la que me pareció interminable misa, formamos filas, dejando salir antes a los mayores, con lo que nos quedamos casi los últimos. Nos llevaron al comedor, bajando unas escaleras y atravesando un largo pasillo con ventanas a nuestra izquierda, que daban a un patio donde había unas canastas de baloncesto.
Entramos en un comedor enorme, con mesas de ocho, donde hay colocadas unas tazas de duralex y unos platos verdes de plástico. Sentados por riguroso orden, esperamos en total silencio a que unos niños mayores que nosotros repartan trozos de pan mientras otros cargan con unas enormes cafeteras metálicas, y van sirviendo un líquido oscuro y humeante, que me supo a algo intermedio entre un jarabe y un sopicaldo de hierbas. Eso sí, estaba calentito.
Con el trozo de pan en la mano me quedo mirando a ver con qué se come, y me sorprende ver que algunos de mis compañeros de mesa mojan trozos en el aceite que estaba en los platos. ¿Aceite? No había yo visto cosa igual en mi vida. En mi pueblo, el aceite era para freír o cocinar, y siempre de girasol. Jamás lo imaginé para comer en el desayuno.
Algunos años después, el Economato de la Mina de Riotinto empezó a traer aceite de oliva refinado (hoy sé que era de la más baja calidad, pero en aquellos años nos pareció un avance sideral), y se incorporó a nuestra merienda el canto de pan, al que se le sacaba la pella de miga, se rellenaba de aceite y azúcar y se tapaba con la misma miga, con lo que podías salir a corretear sin miedo a que se te cayese nada.
Al poco, nos dan la orden de ponernos de pie y salir, de nuevo en rigurosa fila, hacia el dormitorio (que ya conocemos que se denomina “corrido”), en el que de prisa hemos de hacer la cama (con el nefasto resultado que ya anuncié. Me costó semanas dejarla de forma mínimamente pasable a los ojos de la monjita), ordenar nuestras cosas y prepararnos para ir a clase.
De nuevo en fila, bajamos un tramo de escalera y embocamos un pasillo más estrecho, poco iluminado, que termina en una escalera aún más estrecha. En estas estrecheces era más difícil mantener la doble fila, lo que provocó algún descuadre y las consiguientes risitas. Poco tardó en oírse la voz del Hermano P. reprendiéndonos y mandándonos callar. Empecé a entender que aquí iba a tener que aprender a vivir entre unas normas de lo más estricto, y que cualquier desliz infantil iba a ser reprimido ipso facto.
Salimos a un salón cuadrado, que era el hall de distribución de las aulas. Recompuesta la fila, nos llevaron por un largo pasillo, donde se intercalaban ventanales y puertas de aulas, hasta la última puerta del lado derecho. Ése iba a ser nuestro recinto durante todo un curso. El Hermano tutor nos iba asignando los pupitres, que me resultaron vagamente parecidos a los que tenía en mi escuela, aunque en mejor estado.
Mi puesto era el cuarto de la fila de la izquierda, aunque en la plaza del pasillo, con lo que no podía mirar por la ventana. De todas formas, la vista no era gran cosa: el muro perimetral del colegio, de piedra y ladrillo, y por encima de él, la carretera por la que habíamos llegado el día anterior, por la que de vez en cuando pasaba petardeando un camión o un coche negro y asmático. Con el tiempo descubriríamos cómo dilapidar las horas de estudio en absurdas competiciones, como adivinar quién acertaba el número de coches en un determinado tiempo.
Viendo al Hermano P. de pie sobre la enorme tarima, apoyado en la mesa del maestro, mientras se dirigía a nosotros con voz firme y segura, pero sin necesidad de elevarla, me acordé de otros curas, los que nos adoctrinaban en mi pueblo.
Recuerdo que a veces venía a nuestro colegio (pocas veces, es verdad, estábamos muy alejados de la parroquia) un cura, bajo y regordete, con sotana negra y brillosa, que nos hacía repetir una serie de preguntas y respuestas sobre lo que se llamaba “Catecismo”. Y algunas preguntas tenían su aquél: “¿Eres cristiano?”, con su oportuna respuesta “Soy cristiano por la gracia de Dios”. No valía ninguna otra, y si se atrancabas o te desviabas tenías problemas (o sea, otros dos bofetones). La cosa era saberse esas frases para la Primera Comunión, que luego ya vendrían otras más complicadas, que llegaban a su culmen cuando te preguntaban (P) y tú respondías ( R ):
P. DIOS: ¿es una Persona SOLA?
R. N0: sino TRES en todo iguales.
P. ¿Quiénes son?
R. PADRE, HIJO y ESPIRITU SANTO.
P. ¿El PADRE es DIOS?
R. SÍ, El Padre es DIOS.
P. ¿El HIJO es DIOS?
R. SÍ, El Hijo es DIOS.
P. ¿El ESPIRITU SANTO es DIOS?
R. SÍ, El Espíritu Santo es DIOS.
P. ¿Son, pues, TRES DIOSES…?
Mucho ojo ahora, que aquí la cuestión tiene trampa. Había que responder con total contundencia: “N0: sino UNO en ESENCIA y TRINO en PERSONA.” … Y procura que no te dé la risa floja, porque los dos bofetones no te los quita nadie.
(Continuará…)
Casi todo terminaba en dos bofetones, si fallabas o si te daba la risa.
Con el hermano Peco, teníamos un pequeño armario, para comprar lapices o gomas etc., incluso el chicle Bazooka y algunas cosillas más.