Aquel jueves, 26 de noviembre de 2015, con la luna iluminando el límpido firmamento ubetense, llegamos al final del ciclo: ”ORSON WELLES. 100 AÑOS DE LUCES Y SOMBRAS”, de ocho originales y diferentes obras cinematográficas de este afamado cineasta, con una peli del año 1965, “Campanadas a media noche” (Falstaff – Chimes at Midnight), coproducida por España, Suiza y Francia. La íbamos a disfrutar en la sala oscura (o casi) de la Sala del Club de Lectura, en la primera planta del Hospital de Santiago de Úbeda (Jaén), cuando la noche ya se mostraba fría -sin paliativos- y ese invisible e invernal elemento se había instalando entre nosotros (los cinéfilos) como un espectador más. ¡Nunca llega el frío a gusto de todos!
Fuimos pocos los que comenzamos la sesión para irse lentamente agregándose algunos más. La competencia cultural en Úbeda cada vez era (y es; no ahora, con el dichoso coronavirus chino…) más bestial (lo que es ciertamente loable), pues esa jornada había una gala musical y representativa en el auditorio del Hospital de Santiago sobre “La violencia de género” y, en el Teatro Ideal Cinema, actuaba el septuagenario Nicola di Bari…
Andrés, nuestro fiel guía cinematográfico, nos presentó sucintamente el filme comentando que Orson Welles, cada vez más gordo y empoderado, dirige y protagoniza una obra plenamente shakespeariana, pues su amor hacia este autor universal ya le venía de antiguo, cuando estuvo en New York y trabajó en Broadway (con 17 años), haciendo teatro: “Romeo y Julieta” y otras destacadas obras del escritor universal inglés, pero que duraban cinco horas; y como siempre había sido su ilusión hacer una obra cinematográfica de este tipo, aunque lógicamente de menor duración, en donde condensase una o diversas historias, con un lenguaje plenamente literario y teatral, aquí lo consiguió plenamente, representando a la Inglaterra de la Guerra de los Cien Años (siglos XIV y XV), con Enrique IV, como primer monarca de la dinastía de los Lancaster, cuando en 1399 le arrebata el trono a su primo Ricardo II. Para ello, Welles adaptó varias obras de Shakespeare a su especial manera: «Enrique IV», «Enrique V», «Las alegres comadres de Windsor» y «Ricardo II», donde confronta dos Inglaterras: la que existe entre Falstaff (Orson Welles) y Hal (Keith Baxter); y la que existe entre Henry IV (John Gielgud) y sus señores feudales.
Orson Welles al ir haciendo en la vida todo lo que quería (incluida la creación cinematográfica) se habia ido grageando la enemistad de mucha gente importante o adinerada estadounidense, por lo que su retiro a Europa fue providencial; y más, en esta ocasión, al encontrar al productor español, Emiliano Piedra, para conseguir su objetivo largamente acariciado y/o soñado.
Tambien aprovechó Andrés para presentar la nueva programación del mes de diciembre de 2015, que constaría de cinco proyecciones, enmarcado en el campanudo y sugerente título “LO QUE DEBERÍAS VER EN DICIEMBRE”, para ir acomodando nuestro ánimo a este dulce y cálido mes del año, en lo personal y emotivo; que no en lo frío y alienante que tiene, en otros aspectos meteorológicos o sociales de la vida.
“Campanadas a media noche”, subtitulada “Falstaff”, es una tragicomedia muy representativa de William Shakespeare, pasada por el tamiz intelectual e interpretativo de Orson Welles, tanto en la dirección como en la interpretación del personaje principal (Falstaff), que bien sabe desarrollar magistral y genialmente. Posee una estupenda fotografía, en blanco y negro, evocando perfectamente el siglo XV inglés, a cargo de Edmond Richard; una brillante banda sonora de Alberto Lavagnino; y una magnífica e ingeniosa adaptación de unos sesudos diálogos en versos shakespearianos; destacando, para mi gusto, la escena de la batalla entre los Percy (los legitimistas), con Henry Percy «Escuela ardiente» como abanderado y los reinantes familiares de Enrique IV, con el príncipe Hal como estandarte. Todo ello adobado con las intrigas y avatares, tanto palaciegos como del pueblo llano, que es en el que vive y domina nuestro personaje principal quien, cual quijote inglés, es el dueño y señor, en su
alocada vida muelle de mujeres y vino. El blanco y negro de la cinta luce y acompaña a la obra mostrando los lúgubres ambientes, tanto del destartalado y frío palacio en donde el rey se reúne con sus súbditos o visitantes, como la venta en la que acampa como el sol que más calienta, la grande humanidad de “Falstaff”, en lo físico y en lo espiritual, como un personaje decadente y sin maldad, mientras se interpreta a sí mismo, en su más tierna y compleja ingenuidad. Y que vive de sus continuas historias
inventadas, sin dar palo al agua, pero con una filosofía de la vida especial, sintiéndose protagonista absoluto de sus mentiras e inventos; con lo que al final siempre convence, tanto a los que le acompañan en la película como a los espectadores que estábamos ansiosos por su ver desarrollo y final.
Rodada en escenarios íntegramente españoles, por expreso deseo del productor español Emiliano Piedra, ya que en principio era el territorio yugoslavo el elegido como escenario de la puesta en escena. Se ven las murallas de Ávila continuamente de fondo, Chinchón, Cardona… fácilmente identificables, aunque en varias escenas del filme pusiesen una densa niebla para ambientarlo cual si tratase del castillo de los reyes ingleses, en el que se desarrolla la trama original. ¡Qué lujo para la España de los 60 haber producido esta obra maestra!
Welles emplea todo su arsenal visual cinematográfico, aprovechando los medios de que dispone, con encuadres y travellings imposibles que sólo con su virtuosismo técnico encomiable consigue. La escenografía es austera pero precisa, pues el dinero del productor español no daba para más. Y con un reparto testimonial español como el breve personaje del instigador y conspirador Worcester, a cargo de nuestro entrañable Fernando Rey; o el personaje también breve y esporádico de Northumberland a cargo de José Nieto. Así mismo, pudimos ver un gran equipo de actores: Jeanne Moreau; Margaret Rutherford (genial como Mrs. Quickly), Norman Rodway, o la hija de Welles, Beatrice, como actriz infantil; más el ingenio, en la escenografía y el vestuario del propio Orson Welles, que utilizó restos procedentes del rodaje de “El Cid”.
Yo había oído el título de la película, pero no la había visto y, como nos adelantó Andrés, era un tanto dura desde el principio (y después) puesto que el lenguaje usado no es el cinematográfico sino plenamente literario y teatral, por lo que el espectador ha de aguzar bastante su ingenio y oído. Aunque, al final, todo cuadra perfectamente, dejando en la mente del espectador varias enseñanzas: el magisterio que ejerce “Falstaff” sobre el futuro rey inglés al ser compañero de juergas y andanzas de ocio; la bondad de su corazón; el ingenio que posee para vivir de los demás sin tener un duro encima ni ganárselo en un trabajo honrado; el perdón que provoca en todos los que lo conocieron, etc.
Una vez más, la maestría de Orson Welles, nos cautivó a todos y se nos hizo presente; quizás por ello quedamos tan impactados con su final, pues casi ni nos atrevíamos a levantarnos, estando ya los créditos finales en pantalla, y sin empezar a aplaudir la función, como si los tambores de los atabales con los que acaba la película nos atenazaran de tristeza y sorpesa ante el inesperado final con los ojos de Welles, que mostraban la perfecta imagen del abandono y soledad, de quien ha sido dejado de lado, de quien nunca lo hubiese merecido ni esperado. Y, sobre todo, oímos las campanadas de un cine (con su inequívoco aroma) que despierta nuestra cultura ancestral europea (la de Shakespeare), atravesando océanos y fronteras, gracias a la mirada de un norteamericano universal.
Entonces fue cuando salimos a la fresca noche novembrina, en la que ya los inmigrantes iban formando ya sus campamentos improvisados en diferentes e inhóspitos habitáculos urbanos, repitiéndose -un año más- ese desagradable e inhumano espectáculo, sin que nadie le diera solución humanamente digna al asunto. Así es la vida y así sigue siéndolo. Los problemas (como la materia) no se resuelven totalmente, sino que se transforman o intensifican. Como dijo (ya en 1785) el químico Antoine Lavoisier: «la materia no se crea ni se destruye: solo se transforma».
Úbeda y Sevilla, 28 de marzo de 2020.
Fernando Sánchez Resa