La noche del cinco de noviembre de dos mil quince se presentó tranquila, en el Hospital de Santiago de Úbeda, mientras los cinéfilos de siempre se disponían a recibir las interesantes explicaciones de Juan, ponente habitual durante ese mes y el anterior, que mostró -una vez más- su sabiduría y amor cinéfilos, contando detalles y anécdotas de “El cuarto mandamiento” (The Magnificent Ambersons), 1942, primer filme del mes de los santos, que como guionista y director realizó Orson Welles. Es la película que sigue -en cronología y realización- a Ciudadano Kane y, al ser un cineasta tan rebelde y contar esa cruda historia de un político norteamericano, se le hizo el arco en Norteamérica, teniendo que venirse a Europa para realizarla.
“El cuarto mandamiento”, es un film de transición sin tantos medios como otros; aunque Orson lo hizo más largo de lo que se muestra en sus 88 minutos actuales, ya que le cortaron unos 40 minutos finales al realizar su montaje, manipulado por la productora RKO, con añadidos no previstos por el autor. Se nota en el tramo final, puesto que le resta brillantez y discurre demasiado deprisa. No obstante, las imágenes de Orson Welles son tan fascinantes que, aún así, quedó intacta la magia de esta reflexión acerca de la decadencia de la aristocracia, la aparición del progreso en una sociedad anquilosada y la ascensión de una nueva estructura social.
Fue rodada en diversos escenarios exteriores de California (Hollywood, San Bernardino National Forest…) y en los platós de RKO Studios (Hollywood, CA) y RKO Pathé Studios (Culver City, CA). La acción dramática tiene lugar en una pequeña ciudad del Medio Oeste.
Juan nos dijo que el guión era de Orson Welles, quien adaptó la novela “The Magnificent Ambersons” (1918), de Booth Tarkington, ganadora del Pulitzer (1919), de la que había realizado una adaptación radiofónica.
El tema de la peli es interesante pues remarca lo que supone el cuarto mandamiento de la ley de Dios: “Honrarás a tu padre y a tu madre”; servido en pantalla grande mediante el choque de mentalidad de dos clases sociales antagónicas: la rica y aristocrática, para la que trabajar o tener trato con la plebe es denigrante; y la popular, que asciende en la nueva sociedad con la irrupción del nuevo invento diabólico: el coche; y otros que vendrían después: la industrialización, el aeroplano e incluso el cine que revolucionarían el inminente siglo XX.
Realmente es una historia sencilla en la que se entrecruzan los dos principales personajes: Eugene Morgan (Joseph Cotten), hombre emprendedor que fabrica automóviles; y su amada y melancólica Isabel Amberson (Dollores Costello), estando sumamente enamorados desde jóvenes, pero que -por avatares de la edad- no terminan formando pareja, a pesar de todo lo que se querían (y se siguen queriendo a lo largo de toda la cinta). Ella prefiere al rico industrial Wilbur Minafer (Dillaway) y tienen un solo niño: su detestable y altanero hijo George (Tim Holt), que se aferra a un pasado sin aceptar que los tiempos cambian irremediablemente; siendo malcriado por su madre, principalmente, y por todo su entorno familiar y vecinal, hasta que hacen de él un potro indomable. ¡Cuánto parecido con la mala educación que se lleva actualmente “tan democráticamente establecida”!
George no sabe más que perjudicarse a sí mismo durante bastante tiempo, y a su querida madre, con el nacimiento de su primer amor; pero, como la libertad de todo ser humano es tan sagrada, ha de tropezar -bastantes veces- en la misma piedra de su egoísmo y despecho; siendo algunas con torpeza manifiestamente grave, al obcecarse bloqueando el casamiento de su madre con su antiguo amor, aunque ello le provoque también a él su retirada y alejamiento de su enamoramiento primigenio. Hasta que finalmente reacciona, aunque tarde, como nos suele ocurrir a muchos humanos, provocándole su ruina económica y material y su nuevo planteamiento vital que -por suerte- el guionista redondeará convirtiéndolo en un final feliz, en el que casi todo queda encajado en su sitio.
La historia se sigue con mucho interés, con una estupenda actuación del siempre carismático y excelente actor Joseph Chesire Cotten (gran amigo de Orson Welles con quien trabajó en varias películas de renombre). Merece una mención especial la actriz secundaria Agnes Moorehead, que no triunfaría en el cine, pero sí en la TV, donde años más tarde se hizo mundialmente famosa con su papel de bruja, madre de Samantha, en la serie «Embrujada».
Además del estupendo plantel de actores del Mercury Theatre de Welles, hay sendos protagonistas: la fastuosa mansión de los Ambersons como símbolo del paso del tiempo y su majestuosa escalera como testigo de la decadencia.
Los personajes se asemejan al universo creado por Marcel Proust sobre el tiempo perdido, pues parecen empeñados en vivir la desdicha y la tristeza, a través de espejismos de felicidad, ya que son muy pocos los momentos felices y ellos suelen dominar la tensión.
Aquella tarde-noche el sonido que escuchamos en la sala de proyección fue mejor que el de la semana anterior -que había sido desastroso-, siendo también en castellano, para regusto del público; por lo que pudimos enterarnos mejor de sus ricos diálogos. Las destacables imágenes, al ser en blanco y negro, son servidas por la cámara del excelente operador Stanley Cortez, que sabe reflejar fielmente -cual espejo- todos los personajes para que el espectador se sienta siempre enganchado, mostraron ambivalencias y claroscuros que resaltan la trama. La fuerza de sus encuadres; los planos agresivos con picados, contrapicados y gran profundidad de campo; la magnificencia de los movimientos de cámara; la composición espacial o la dirección de actores alcanzan un nivel casi supremo.
Merece la pena permanecer atentamente a la pantalla, también al terminar la película, por la original presentación que hace de los créditos de todos los intervinientes -mostrando sus fotografías-, hasta que llega the end sin que aparezca la fotografía de Orson Welles, solamente el micro que se va retirando hacia el horizonte.
Es un filme con mucho mensaje en donde podemos apreciar lo que es la juventud, su bravura y su casi nula experiencia de la vida; y en la que ser aristócrata engreído es la tabla de salvación equivocada del hijo, pues como todos sabemos “nadie escarmienta en cabeza ajena” y ha de quedarse en la ruina para reaccionar y buscar un camino más drástico para sobrevivir.
En esta sociedad tan anestesiada y manipulada en la que vivimos por la escasez o debilitamiento de los valores importantes, salta a la vista lo que propone esta historia cinematográfica puesto que debería servir para dar un aldabonazo en la conciencia del espectador recordándole que cuando “se va llegando a mayor” cada cual se va dando cuenta de que se debe haber cumplido gustosamente el cuarto mandamiento de la ley de Dios, teniendo muy en cuenta que no deberíamos malgastar tiempo ni acciones, ni tampoco amargar la vida de nuestros padres para que ellos puedan alcanzar la felicidad, al igual que nosotros, dejando una buena estela para nuestros hijos. ¡No hay mejor enseñanza que el buen ejemplo!
No obstante, al acabar el filme todos quisimos enmendarle la plana proponiendo -incluso en voz alta- un redondo y feliz final, mejor que el mostrado en pantalla, reconstruyendo (imaginariamente) dos emparejamientos dichosos, desbancados por los acontecimientos que nos habían contado en la cinta cinematográfica, al empecinarse el protagonista en hollar un camino equivocado.
Úbeda y Sevilla, 11 de marzo de 2020.
Fernando Sánchez Resa