Por Mariano Valcárcel González.
Decir cosas por decirlas, o con aviesa intención, es fácil, sobre todo cuando no se deducen responsabilidades de lo que se ha dicho. Contar bellaquerías sabiendo que lo son es indecencia común y, se ve, sin la oportuna sanción o advertencia.
Yo me asomo al tema de la inmigración y me siento confuso; no puedo emitir afirmaciones tajantes en uno u otro sentido, pues encuentro variables datos y circunstancias suficientes como para, al menos, ahorrarme la vergüenza de que me las invaliden a la primera de cambio (o me digan mentiroso en toda la cara).
Es complejísimo tema.
Por lo pronto, no hay una inmigración uniforme por así decirlo, ni racialmente, ni económicamente, ni política o socialmente; desde luego, ni religiosamente. Y los orígenes de los inmigrantes que a nosotros nos llegan más o menos cercanamente pueden ser de varios continentes, que no solo son africanos (subsaharianos, que ya es simplificar, o magrebíes), porque sudamericanos o centroamericanos los hay, amén de eslavos, chinos, asiáticos (que también se simplifica)… Ya de por sí, el tema geográfico es verdaderamente complicado.
La multiplicidad geográfica conlleva una multiplicidad cultural, que se puede aglutinar por las creencias religiosas dominantes (aunque también en ello se cometen simplificaciones forzadas). Y ahora nos deberíamos centrar en las causas más inmediatas que fuerzan tales migraciones… Pueden ser las sempiternas guerras, el horror que no cesa donde los más desfavorecidos (o por mala suerte, al estar en el lugar inadecuado) o huyen o mueren, o se les esclaviza, o tortura; ¿no es natural que intenten escapar de esos peligros? Es casi hasta indecente hacer esta pregunta.
Puede que sean causas económicas las que desatan las huidas. Las hambrunas son letales. Pero la falta de recursos, de esperanzas en el progreso familiar y personal empujan a la búsqueda de otros lugares promisorios. La lógica dice que se va hacia donde hay; no hay misterio en ello.
Donde hay, o se creen que hay, llegan por unos medios u otros quienes no tienen (o arriesgan lo que tienen en esperanza de multiplicar su ganancia). A veces en realidad acuden al señuelo equivocado. O, simplemente, son engañados por los carroñeros de la miseria. Por eso, no es un dislate hablar de mafias del tráfico de personas y temerse que haya quienes colaboran y se lucran en esta miseria por activa o pasiva intención buenista; no es nada raro (es como esos que se aprovechan de la buena gente, de la generación de un estado de cooperación y ayuda por una enfermedad real o inventada y se dan la buena vida con lo recaudado).
Claro, si no se cumplen las expectativas pueden surgir graves problemas. De ahí parten tanto los de inadaptación cultural (aunque esto tiene otros orígenes también), como los del aumento de la mendicidad, la delincuencia y la explotación subsiguiente.
Es cierto que la emigración trae enfrentamientos. Primero, y como consecuencia natural, el choque entre diversas formas de entender y conocer la vida. Yo he estado en algunas zonas donde proliferan grupos de inmigrantes y ciertamente a veces siento como una prevención, un grado de incomodidad en su vecindad. Uno no entiende sus pensamientos, sus ideas y prácticas religiosas y sociales, sus costumbres. Por eso, uno los mira de forma diferente. La prevención genera falta de comunicación y ahí la discriminación más o menos encubierta.
A veces, esta prevención innata, intuitiva, es fomentada por la falta de colaboración de ciertos grupos de inmigrantes, más dirigidos hacia su propia cohesión y defensa cultural y religiosa que a la integración en la sociedad a la que han accedido. Siempre he reclamado el principio de reciprocidad entre unas sociedades y otras, unas culturas y unas naciones y otras; si es lógico que yendo a países extranjeros has de ceñirte al respeto y uso de sus costumbres (y te lo pueden reclamar por vía represiva) no es menos lógico que quienes emigran a nuestros países occidentales, de cierta tradición y legislación democrática (amén de lo religioso), deban adaptarse a las reglas existentes y, salvo prácticas y creencias muy específicas y personales, dejar de lado público lo que esté en contradicción con las mismas. Por eso, veo bien ciertas prohibiciones, como la ablación del clítoris, el uso del burka y más; si no están de acuerdo con eso, pues su camino debe ser el de vuelta a sus países de origen o similares.
Hay círculos de buenistas que protestan enérgicamente por lo de la ablación del clítoris en las niñas, pero permiten sin objeción el que a las mujeres se las cubra en público como a meros animales («¡Ah; es su identidad!», nos argumentan falsamente).
Al problema de orden público que se genera a veces, sobre todo en zonas muy concentradas de población inmigrante, se le debe combatir con una política de integración y empleo. No; no nos quitan el empleo; es que generalmente trabajan en lo que nosotros ya no queremos trabajar… Hasta que se dan cuenta de que son explotados y cuasi esclavizados y entonces se rebelan. Lógico. No son tontos por sistema; la necesidad obliga como obliga a cualquiera de nosotros que la tenga y, por eso, se trabaja donde se trabaja y cuando se puede; pero, como nosotros no lo olvidemos, se piden mejores condiciones o, sencillamente, se echa mano de las ayudas sociales que están establecidas; en esto somos todos iguales, ¿o es que no preferimos el paro cuando un trabajo no nos interesa, por las circunstancias que sean? En esto hay mucho listillo y desaprensivo, cierto; pero la culpa es de quienes, debiendo vigilar y controlar, no lo hacen.
Y se nos dice con claridad que aceptar la inmigración es necesario, porque el índice vegetativo nos aboca a la vejez dominante y se acaban los relevos necesarios para revitalizarlo. Y para mantener una actividad económica que, al menos, sirva de colchón para atender las necesidades sociales. No podemos creer que solo los tendremos cuando queramos, en las condiciones que queramos y que podremos prescindir cuando queramos; eso es falso de toda falsedad. Salvo que veamos el declive y nos importe un pimiento, porque ya estamos bien calentitos en nuestra moribundia.
La madre tierra está todavía viva y se mueve y genera flujos de las especies que la pueblan. Una de esas especies es la humana y fluye por su superficie como siempre hizo. Y ese es un fenómeno que no podremos parar. Esta es la única verdad al respecto.