Por Mariano Valcárcel González.
Asisto estos días a un espectáculo curioso, por no decir ciertamente injusto y deprimente.
Empezaré a decir que no es nada raro, dada la estulticia que se ha implantado en amplias capas de nuestra ciudadanía y la falta de capacidad de análisis y ponderación de circunstancias y hechos diversos. Y la burricie gregaria como nota identitaria.
Hubo un sujeto al que le encantaban los coches de alta gama, deportivos especialmente y cuanta más potencia y capacidad de desarrollo tuviesen más le gustaban. Como disponía de cierta holgura dineraria (y, aunque no la tuviese, daría igual), el sujeto de marras hacía bien en disfrutar de su afición particular.
Este señor había sido deportista futbolero de cierto renombre, aunque ya andase por la vía del descenso. Era joven todavía. Desde luego, así visto al tema no hay nada que objetar. En su derecho y libertad estaba.
Bien, vayamos al tema auto. Cuando se compran este tipo de coches, de gran cilindrada, gran capacidad de reacción, de diseños deportivos muy llamativos y fabricados por fabricantes de prestigio, hay que deducir que, salvo excepciones, lo comprado lo es para sacarlo al asfalto y hacerlo trabajar en las condiciones que el modelo exige; para nada me sirve haberme gastado un pastón, si luego a ese vehículo no le puedo sacar el máximo rendimiento. Eso lo comprende todo el mundo.
Así que, en cuanto tengo ocasión, le aprieto para que ruja el motor y me lance hacia delante como si fuese en un jet. Si voy acompañado mejor que mejor, que mi ego se inflaría cual globo aerostático. Las sensaciones (yo no las he experimentado, por falta obvia de recursos o amistades que me inviten a ello) deben ser fuertes y gratificantes. Un subidón, que se dice ahora.
Claro, en nuestras carreteras hay pocas oportunidades de llegar a ciertas velocidades, tal vez en las autovías y autopistas, pero no en las convencionales o secundarias (no digamos ya las otras). Además, existe la normativa que limita las velocidades en según qué vías; se supone que se debe respetar. Pasar a mayores es arriesgar vida propia y ajena. Esto es así de claro y no tiene excusa ni justificante alguno.
Pues bien, el sujeto de marras, en una jornada aciaga, había caído en la tentación de llevar su vehículo a una velocidad claramente prohibida, exagerada, inadecuada, peligrosa. En esos momentos, debía estar la mar de excitado, al igual que sus acompañantes. «¡Fíjate hasta dónde llega el velocímetro, macho!», -es posible que dijese-. De golpe, ¡bum!, descontrolado el automóvil, salida de pista, vuelcos e incendio inmediato. Dos muertos (uno de ellos el conductor y dueño referido), y un herido grave.
Como he dicho, esta persona había sido deportista popular, de los que parecen ser, hoy día, los modelos en los que se miran nuestros jóvenes; chicos jóvenes que en apariencia triunfan rápido. Son estrellas, les persiguen admiradores y admiradoras, ganan pasta gansa y se la suelen gastar también con rapidez (el ejemplo es esa afición por los autos deportivos caros). De pronto, esa persona fallece atrozmente, quemada dentro de su coche; es una noticia triste que se convierte en apoteosis de la exaltación del sujeto. Se va al tanatorio en masa, se le pasea por el campo donde fue aplaudido (y se le aplaude a rabiar ahora), se le cantan himnos con la voz desgarrada por las lágrimas colectivas… Se hace al mayor de los duelos en homenaje del difunto. Parece un héroe, porque así lo quiere el populacho: convertirlo en héroe de la nada.
Tengo que decir que nada de heroico hubo en la muerte de esta persona y sí mucha mala suerte y a la vez buena suerte; me explico: mala suerte para él y sus acompañantes, mala suerte provocada por la vulneración de las normas básicas del tráfico y de la prudencia; buena suerte de que en esos momentos del accidente nadie se cruzase en su camino, en la trayectoria incontrolada de la bala en que se había convertido el deportivo. Si algún otro vehículo hubiese estado a su alcance, peor si hubiese sido de poca entidad (no digo ya bicicleta), el resultado hubiese sido todavía más letal… ¿Habrían tenido que sufrir también las consecuencias del desatino quienes no tenían nada que ver en ello? Pues, posiblemente así habría sido.
¿A qué entonces despedir como héroe a quien no lo fue?; ¿por qué olvidar la secuencia de los hechos que llevó al triste desenlace…?
Y se da la cruel paradoja de que, en esas mismas fechas, un servidor de la ley caía en acto de servicio. Sí, moría un guardia civil de tráfico por empeñarse en perseguir a un vehículo sospechoso de portar droga, que trataba de escapar, con la mala fortuna de empotrarse contra un camión el motorista de tráfico. Murió cumpliendo con su deber y alguien dirá que a eso se arriesgaba. Y es cierto. Pero por mucho menos dinero que el del deportivo había ganado, por mucha menos compensación de sus años de servicio y, desde luego, por mucho menos reconocimiento, llanto, himno y masa doliente de la que tuvo uno y el otro.
Ahí se ve la injusticia que cometemos una y otra vez, cuando se producen casos parecidos, porque la masa, la burricie gregaria, ensalza a héroes de papel, ficticios pero calientemente virtuales, a los humildes y anónimos que ahí se andan en el día a día para realmente cumplir con su trabajo y servir a los demás.
Estas son cosas que en realidad debieran hacernos pensar… Yo, por lo pronto, me deprimo.