Por Mariano Valcárcel González.
Hace tiempo que escribí sobre la Constitución. Lo hice a propósito de la celebración que todos los años se realiza allá por la fecha del seis de diciembre.
Lo era en los años de bonanza bipartidista y absoluto dominio socialista en Andalucía. Eran tiempos, si se comparan con los actuales, de calma chicha y apesebramiento cómodo; todo marchaba según lo previsto por los padres constituyentes (y por la casta resilente que se había provocado un aparente harakiri como método de supervivencia).
Aquellas celebraciones eran de una rutina pastosa, meras representaciones sin contenido que trataban de salvar un poco la cara de la vergüenza, que en realidad significaba el mantener la ficción de la importancia que esa Constitución tenía para todos los españoles.
Se hacían jornadas de puertas abiertas en el Congreso (con la atracción turística de las marcas de balas en el techo del hemiciclo) y en las ciudades y pueblos se llevaba a cabo un acto supuestamente cívico, en el que había algún discurso más o menos sincero, entregas de títulos o medallas y músicas oficiales; todo ello cada años más deslucido e inane. Y ahí se acababa todo hasta el siguiente año. Rutina.
Sin embargo, lo que significaba esa Constitución, la grandísima importancia que tenía el haberla logrado (sobre todo en un país en el que las constituciones históricas acababan como libros viejos en la basura y hubo bastantes), sacar adelante a pesar de la oposición de la derecha más recalcitrante, hacer de las misma un verdadero marco referencial de convivencia compartido, acatado, practicado y, lo que es más importante, conocido, aprendido y entendido en todos sus términos por la ciudadanía en general y por las generaciones que empezaban a vivirla en particular, eso ni se intentó siquiera (o, cuando se intentó, de inmediato fue torpedeado).
¿Por qué la Constitución no constituyó el corpus básico de la enseñanza cívica a todos los niveles educativos…?
Tuvo, y tiene, enemigos muy importantes y fundamentales. Como escribo, la derecha reaccionaria y franquista, que siempre estuvo ahí, no la quiere ni en pintura. La derecha capitalista (auto llamada “liberal”), tampoco es que esté muy cómoda encorsetada por reglas superiores a las suyas del “libre mercado”. La Iglesia Católica española abomina del invento, a pesar de salir bastante bien tratada en el documento.
Pero es que si se trata de educación cívica o educación religiosa en las escuelas y hay que optar por una de las dos, que ni el horario ni el currículo da para más, dado lo que hay, la Iglesia arranca la prioridad de la educación (adoctrinamiento) religiosa a los gobiernos que se vayan turnando, del signo que sean, y hace bastante presión en ello, con la lógica constitucional (vaya, en esto sí interesa irse al libro), interpretada a su favor de la existencia de la libertad de elección educativa de los padres y la fuerza de sus centros concertados (también acogidos a los derechos constitucionales, claro).
Y como los gobiernos han sido débiles frente a esta situación, así igualmente débil ha sido el tránsito durante estos años de lo constitucional y su importancia. Existiendo también, cierto es, un llamado Tribunal Constitucional supuestamente erigido para ser garante de los derechos (y no olvidemos, los deberes) de los españoles, ante sus conculcaciones públicas o privadas; pero los gobiernos y sus partidos procuraron, desde el inicio, desvirtuar la capacidad de ese tribunal de ser objetivo e imparcial, para manipularlo y mediatizarlo en el beneficio exclusivamente partidista o de clase. Desposeído el texto legislativo fundamental de su defensa, el proceso de degradación fue imparable.
¡Ah, sí!, surgieron en estos últimos años quienes no procedían de los tiempos de las transacciones y acuerdos fundacionales y consideraban, con cierta razón por lo anteriormente expuesto, que la Constitución estaba en realidad bien muerta (o que habría que rematarla). Incluso llamaron al “asalto del cielo”, metáfora y símil tomado de hechos históricos de la Revolución de octubre en Rusia, allá en el pasado siglo XX. Papel mojado, pues, el libro de la Ley de leyes y a reinventarse el nuevo edificio naciente de las ruinas del viejo. Como si eso fuese cosa de una noche de insomnio e inspiración y se pariese ipso facto.
Vayamos, y yo el primero, por el camino constitucional; sin embargo, se está diciendo actualmente como si el felón rey volviese a aceptar esa trayectoria. Y, sin embargo, es ahora bandera de enganche de muchos en sus anhelos de conseguir el poder. Ser constitucionalista, -ahora, mire usted qué casualidad-, es no ser bueno, sino el mejor; mantenerse bajo el paraguas de la actual Constitución es lo que se defiende, porque es lo que mejor conviene. Resulta que es descubierta la virtud, bálsamo de Fierabrás, que cura todos los problemas y al que hay que atenerse.
Constitucionalista, ese es el posicionamiento, frente a quienes no lo son (que desde luego los hay, y qué clarito lo tienen) o que, aparentemente, son tibios en su defensa.
Pero es que también, quienes la iban a asaltar, se vuelven hacia ella y nos recomiendan su relectura (o lectura, si es que nunca lo hicimos) para descubrir en la misma, ¡oh, asombro!, que hay artículos que ni se sabe que estén o que ni se han abordado para su cumplimiento, olvidados absolutamente a conciencia; que han existido artículos de primerísima categoría y obligado cumplimiento y los hay de tan poca, que mejor haberlos dejado olvidados (e incumplidos). Y se nos muestran esos artículos, nunca enseñados ni explicados, y se ve que decían cosas muy bonitas que, una vez realizadas, hubiesen mejorado muy mucho el conocimiento y el bienestar ciudadano.
¡Qué lástima del tiempo perdido! Cuarenta años de Constitución que, de haber sido estudiada y aplicada correctamente, no nos hubiese llevado al estado actual en que nos vemos.