Un cuento económico

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Hubo una vez un país que soportó una terrible guerra civil. De dicha guerra salió arruinado y empobrecido.

Hubo una vez un continente que soportó una tremenda guerra entre naciones. De esa tragedia salió arruinado y empobrecido.

Hubo una vez un general que se hizo con el poder absoluto de aquel país en ruinas. Y que era amigo de quienes iniciaron la guerra continental y luego la perdieron. Pero el general sabía nadar y guardar la ropa y no llegó a perder, solo que tuvo que acarrear con las consecuencias de las dos ruinas, la suya y la de los otros.

Este general creyó en la suficiencia de recursos que tenía en su país y que no necesitaba recurrir a los demás. Y se inventó algo que fue denominado “autarquía”. Y mientras los demás, incluidos los perdedores continentales, recibían ayudas y recursos del gran vencedor, en el país del general se conformaban con lo que tenían a la fuerza y escasas ayudas externas.

Porque lo ideal era ser autárquico.

Hubo unos curas jesuitas que decidieron hacer fundación docente por tierras andaluzas. Y así se establecieron en Úbeda como central de esas fundaciones. Y como eran tiempos autárquicos, los jesuitas aplicaron la doctrina económica de moda y obligado cumplimiento. Así que para que el edificio y demás de Úbeda, magno proyecto que abarcaba amplios metros cuadrados, se fuese levantando y llegando a su esplendor (zonas de internado, de aulas, de talleres, iglesia, residencia de la orden, oficinas…) a la vez se montaron variados talleres que, a la vez, eran de enseñanza de oficios y fundamentales para el logro material del entramado edificado. Pura autarquía que permitía que hubiese carpintería (incluido aserradero), herrería, imprenta, cantería y talla… Y para subsistir los cuerpos (de las almas ya se encargaban los curas) también había granja con sus vacas y cochinos y, en los terrenos anejos, sembrados de cereales para la panadería.

Así, en aquel país que sufría en la penuria de una economía realmente de guerra continuada y de sus racionamientos y de sus cartillas oficiales y del contrabando llamado estraperlo y de las sequías y las hambrunas, la autarquía se pregonaba como el ideal que manifestaba su poder y su orgulloso aislamiento.

Una de las primeras medidas que los ministros del general pusieron en marcha fue la de crear un organismo que unificase y estructurase todo el potencial productivo del país; a aquello se le denominó INI (o sea, Instituto Nacional de Industria). Y el INI comenzó a crecer acogiendo a la estructura fabril anterior y superviviente a la guerra destructora y también creando nuevas industrias y complejos tanto fabriles como de extracción de recursos primarios o generación o gestión de energía.

Poco a poco, aquello se fue convirtiendo en un conglomerado casi monstruoso, en el que casi todos los recursos industriales y energéticos, amén de los considerados estratégicos, tenían cabida. Ese organismo complejo daba bastante empleo y también facilitaba mucha covachuela donde se colocaban los paniaguados del régimen del general. Ahí iban a parar tanto trabajadores, que encontraban un enchufe para asegurarse un puesto de trabajo sin tener que depender del patrón y sus miserias, como militares excedentes en realidad de un decrépito y sobredimensionado ejército a los que se les premiaban sus servicios; y también viejos falangistas que habían hecho ya olvido de sus principios.

Cuando al general le llegó el golpe de la cruel realidad, la de la imposibilidad de prolongar el sueño autárquico, porque los de fuera, países ya superados sus problemas, crecían y necesitaban nuestros mercados; y el del general más los necesitaba a ellos y sus productos y fábricas, amén de que la cuestión financiera estaba al límite, la preciada autarquía fue abandonada con más gloria que pena a pesar de los pesares y de las fanfarrias y consignas aireadas a los cuatro vientos del solar patrio.

Sin embargo, permaneció el armazón fundamental del INI como testigo de las posibles glorias que se hubiesen conseguido o hasta las que se habían llegado en la propia producción e iniciativa industrial. No en vano, ahí se encontraban tanto industrias del sector alimenticio como del automovilístico, de la producción y distribución de energía (especialmente la eléctrica y petrolera), el sector aeronáutico, naval y del armamento, siderurgias y mineras, calzados, etc. Eran industrias que podrían considerarse fundamentales y estratégicas para el país y que no convenía que cayeran en manos foráneas.

Cierto que estaba tal vez hipertrofiado al estilo que pasaba en los países “socialistas”, y también las empresas que lo componían, faltas de rendimiento competitivo, carentes de estímulos, vacías de iniciativa e inventiva… Se mecía el grupo en un dulce devenir, sin riesgos ni sorpresas, mecido por la tutela efectiva del gobierno del general. Las empresas e industrias, que por las buenas o por las menos buenas fueron entrando desde otros lugares, venían remozadas y plenas de vitalidad tras las transfusiones de capital recibidas; y, como tuvieron que reinventarse tras la catástrofe, también sus productos eran más modernos y competitivos y hasta más baratos (si no fuera por los aranceles proteccionistas que se les aplicaban).

Los años y las llamadas leyes del mercado, y especialmente tras la muerte del general, obligaron a reconsiderar el panorama económico y productivo del territorio del cuento. Las relaciones internacionales se hicieron más amplias y, a la vez, interdependientes en lo que se vino a denominar, otro gran invento, “mundialización” o “globalización”. Así que eso era totalmente lo contrario de lo autárquico; que un soplo en una vela, allá en Macao, podría llevar la lluvia a las costas de Finisterre, o al contrario.

Y los que heredaron el reino del general se dedicaron con saña a eliminar y vender todo lo vendible, como en almoneda o desechos. Sin consideración ni ponderación alguna, que ya no importaban ni los puestos de trabajo (perdidos a decenas de miles), ni lo que significaban esas industrias para el desarrollo de productos nacionales no dependientes de la multinacional de turno (que los utilizaría solo hasta que les conviniesen), ni el valor y carácter estratégico e incluso defensivo que pudiesen todavía conservar. Todo por unas cuantas perras, pan para hoy y hambre para mañana, como se ha observado, y para engordar las carteras de los accionistas, políticos y mediadores, que no el servicio público que algunas tenían. Y está el país del cuento totalmente en manos de la especulación y del capital extranjero.

Por eso, el actual ejemplo de la antigua industria nacional del aluminio, que tiene los días contados, vendido el sector a Alcosa, multinacional que ya no ve rentable esa explotación. Más obreros al paro, que no son pocos los que hay. A unas les tocó con anterioridad y les tocará a las que queden y ya estén vendidas.

Todos los gobiernos tuvieron la culpa, pero la fiebre “liberal” llegó en los de un ex inspector de Hacienda. Cantaba con una sonrisa siniestra aquello del “España va bien”, mientras permitía que sus colaboradores se llenasen los bolsillos. Hasta sin casa se han quedado algunas personas, vendido todo lo público, incluidas las viviendas sociales al especulador extranjero. Pues no vendría mal reconsiderar la cuestión e ir a la constitución y consolidación de un sector estratégico y fundamental, que pudiese así garantizar la autonomía del país frente a contingencias y presiones externas; que ya se está viendo la patita del proteccionismo en países más poderosos. No vayamos a quedarnos inermes y sin recursos.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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