Por Mariano Valcárcel González.
Hube una conversación con una persona que antaño, bien antaño ya, se dedicó a reparar, montar y vender los televisores de blanco y negro que por estas tierras empezaron a llegar.
¡La televisión, qué invento! Se intuía ya el poder que podría tener y también se trabajaba para que ese poder perteneciese a unos pocos, el poder de controlar y dirigir a las masas, el poder de ser un incipiente “gran hermano” (no sabían ni sabíamos lo que este concepto podía dar de sí, ni imaginarlo podíamos). La dictadura, al igual que había controlado (casi, no olvidemos las emisiones que se lanzaban desde el extranjero, ¡ah, la mítica Pirenaica!) la radio controló la televisión. Una y grande, pues solo hubo un organismo oficial para llevar todo este mundo nuevo y se fue ampliando con los años hasta tener dos cadenas y zonas de programación en varios lugares, con sus deslocalizaciones geográficas muy bien localizadas.
Siendo yo chiquito vi por primera vez, allá por los cincuenta, una antena de televisión a la que confundí nada menos que con los chorros de aviones a reacción (también cosas novedosas por entonces). Tenían el aparato en un tabernucho de barrio de Madrid y allí sí que era cosa nueva. Más que blanco y negro era un amasijo de grises que surgían de un caos chisporroteante y se trasformaban en bustos serios y parlantes o en una especie de películas, pero en chiquito.
Pero a nuestra tierra, los jaenes, llegó el invento casi una década más tarde, al igual que más tarde que a los demás nos llegaron con posterioridad los diversos y variados canales privados y a todo color. Como casi todo por acá, que nos llega tarde o ni nos llega, y cuando llega no es para quedarse y si se nos queda muchas veces es para mal. En fin…
Llegó lo que fue dado en llamar “caja tonta”, pero al principio no lo estimábamos así. ¡Era todo un invento, leche! No tardaría mi padre en hacerse con una.
Aquello nos cambió vida y costumbres, zonas donde pasar tardes o noches en las que antes ni se pensaba ocuparlas. Mi padre mercó un aparato enorme (no traigo la marca en la memoria, pero no era ni la extendida Iberia, ni Phillips, ni Telefunken) con altavoces tipo estéreo, que tenía dos a ambos lados y un detalle de “alta tecnología”, que era una fotocélula que automáticamente regulaba el flujo de luz que emitía la pantalla según la fotocélula detectase mayor o menos cantidad en el entorno. No me digan ustedes que no era la cosa fina.
Claro, en tiempos anteriores, donde imperaba la radio (esta sí que era una Phillips que tenía un ancho de banda espectacular), aparato venerado y puesto en repisa autónoma “bajo palio” (como S.E.) y que trabajaba largas horas sin necesidad de nada más que encenderla; también imperaba la escasez y el latrocinio consentido de la compañía eléctrica sobre los pobres (como ahora); entonces se habitaban las zonas más iluminadas naturalmente para aprovechar una energía que nos llegaba gratis (¡vaya lo que ahora se descubrió al respecto!). Una galería con ventanales corridos, que daba al patio de la finca vecinal decrépita ya, servía de cuarto de estar, comedor, obrador de plancha y costura y sala de audiencia radiofónica. Con todo ello, acabó la dichosa televisión.
Se abandonó la enorme y vieja radio (además le habían salido ya sus colegas miniaturizadas por mano de obra de la transistorización), se abandonó la larga galería y todos nos trasladamos al lugar más umbrío de la vivienda. Precisamente, y como fue antes el río que el puente, se ocupó la habitación que a los hermanos nos servía de dormitorio. Véase una televisión (con su mesa específica, claro) encastrada entre dos camas y al frente la mesa camilla y las sillas de estar. Habíamos de intentar dormir a pesar del dichoso aparato, que -al otro día- el madrugón para ir a la obligada misa jesuítica era inevitable.
Sí; así nos invadió en nuestra intimidad y nuestro necesario sueño aquel maldito invento, invento que nos tragábamos ya sin muchos remilgos, fuesen los que fuesen los programas emitidos. Aquella televisión emitía tras el mediodía y, en general y al principio, no lo hacía por las mañanas (precisamente cuando nosotros estábamos ocupados en la escuela). Así que las tardes ya se dividían entre tener que hacer los deberes (si los había o queríamos hacerlos), merendar, hacer algún mandado necesario a la madre y ver las series y programas televisivos, ello contando con la conformidad de los padres.
Los padres a veces nos trataban de reducir las horas visionadas, unas veces diciéndonos que tanta televisión nos haría daño a la vista (creo que todavía se discute si ello era posible o no, aunque hemos llegado a la utilización de tanto aparatejo con pantallita, que ya queda obsoleta la polémica; pero es ahorita mismico la misma de antaño trasvasada a la actual tecnología); otras veces, los deberes escolares primaban, que no se querían observaciones del maestro; muchas más, fue la propia conducta de unos chicuelos a veces díscolos y ya rebeldes la que animaba a los padres a quitarles la televisión (más nos fastidiaban si eran los programas de tarde -se decían infantiles y adaptados-, o esas series que venían de América y alguna francesa, ya de adultos, y que se marcaban con unos rombos, código para poder verlas o no según nuestras caritativas autoridades eclesiásticas, que velaban por nuestra pureza y nuestra salud moral). Así que podía haber verdadera lucha y auténticos dramas en los senos familiares.
Y correazos y tortazos.
Antes de tenerla en mi casa, como ya había gentes “pudientes” que la poseían, los críos no éramos muy tontos para acceder a la misma. O nos íbamos a la sala de televisión colectiva que Acción Católica tenía en sus locales (como sabíamos los programas y los horarios los escogíamos a la carta), o nos alojábamos de “okupas” en la vivienda de algún compañero de ciertos posibles y con el tema de irnos allí a jugar (y así se entretenía el nene) nos colábamos en la sala de estar, nos sentábamos en el suelo y pasábamos los ratillos (cantábamos hasta los anuncios) hasta que, lógicamente, nos echaban. ¡Cuántos dibujos de los Picapiedra no me comí en la casa de un amigo!
La tortura nocturna del sueño invadido la zanjaron mis padres habilitando un tabicaje en una sala grande que nunca sirvió para nada y que daba a la calle (el salón) que la partió en dos y nos permitió tener un dormitorio lejos del aparato maldito. Así logramos comodidad e intimidad. La televisión, por supuesto, rindió sus servicios, pero luego y sin miramiento alguno se la cambió por una de color (y pagó así su desprecio por la vieja radio). Y acá seguimos con unas televisiones donde ya no podemos colocar nuestra bailarina folclórica, o el torico, o la foto de los abuelos (sepia desleído) o del quinto y que se nos dicen “inteligentes”, porque yo creo que nos están controlando bien y, además de la enormidad de canales existentes (y de los mandos a distancia, que se me olvidaba), te intentan obligar a que sus contenidos los contrates con los mismos, que siempre te sacaron la sangre, que si los pagas puedes ver más cosas que los demás, pobretones ellos (a eso le dicen televisión a la carta).
Como antes, como siempre.