Por Mariano Valcárcel González.
“Mejor un buen ateo que un mal cristiano” o algo así ha manifestado el papa Francisco.
No deja de tener mucha razón el buen clérigo en la seguridad de que el rebaño que él apacienta está plagado de supuestas ovejas no consecuentes. Y esto lo debe espantar, más que entristecer, porque adivina la podredumbre que a la postre va minando ese su encomendado rebaño.
No voy yo en este escrito a centrarme en exclusiva en el problema anterior, aunque fundamental en el discurso siguiente, porque a lo que quiero ir es a la incongruencia e inconsistencia que bastante personal muestra en sus acciones y vivencias reales frente a lo que pregona como idea o creencia.
Sí, demasiado fácil es ir pregonando y muchas veces imponiendo ante los demás y a los demás lo que personalmente o como clase o clan no se contempla ni se realiza. O sea, lo inconsecuentes que se son.
Como vivimos un renacer de fundamentalismos varios, habría que ir descubriendo, delimitando y aclarando quiénes son esos fundamentalistas, qué pregonan y pretenden y, sobre todo, en qué se basan para ello y cómo lo defienden y demuestran.
Llevar otra vez el discurso político al barrio del “Dios, Patria y Familia” (en algunos lares, como el peninsular, podríamos incluir lo del “Rey” sustituyendo alguno de los anteriores términos de la trinidad sagrada) es irse a la prehistoria del tiempo, al menos anterior, al considerado maldito siglo de la Ilustración.
Bien, seamos lógicos, y veamos… Veamos qué han hecho o hacen bastantes de los que se agarran a lo de “Familia” como pilar fundamental de una sociedad bien ordenada; empiezan por argumentar que familia solo es la constituida por matrimonio heterosexual (a poder ser sancionado religiosamente, que tiene más valor sagrado) y su descendencia o ascendencia. Familia tradicional, pues, ordenada en torno al “paterfamilias” que no admitiría confusión alguna. Cierto. Se excluyen, pues, los inventos recientes de coyundas “contra natura” y, si se admiten, no lo sean a título matrimonial. Alguien se olvida que el término “matrimonio” no tiene que ver con la Iglesia, pues ya era término anteriormente utilizado (y, por lo tanto, como término no es nada sagrado). Y, pues vamos ya al meollo, la unión matrimonial sacramentada es -vamos digo yo-, en la Iglesia Católica, indisoluble… Indisoluble, ¿entienden? Entonces… Pues que la realidad nos dice que existen muchos católicos que tiraron por la calle de en medio y se acogieron al derecho civil, en exclusiva, que les permite el divorcio. Dirigentes de las consignas fundamentalistas u ortodoxas.
Debe ser cosa de pecata minuta (y yo, créanme, así lo siento desde fuera de lo religioso, que cada cual tiene derecho a encauzar su vida como mejor lo entienda). ¡Pero si se están defendiendo e incluso tratando de imponer creencias y fórmulas religiosas como fundamentos sociales, no se puede estar ni obrar en lo contrario! Vamos, como hacen esos del wahabismo saudí, que hacen en intimidad o en sus desplazamientos lo que no debieran según predican y ordenan.
Así que eso de la religión y, por ende, su fundamento en la creencia en Dios, debe mantenerse en los aledaños de la vida y de la acción pública y política, más como forma de sentir y vivir frente a los otros (ejemplarmente) que como cuerpo de doctrina social, elevado a forma de leyes. Porque no podemos ir acomodando la doctrina y creencia a lo que mejor nos convenga; se demonizó el divorcio como destructor de las familias (cierto en general), pero convenientemente se ha olvidado. ¿Entonces, por qué hablamos de valores que ya no cumplimos…? Maldecimos el aborto, la eutanasia, hasta que nos alcanzan los factores y circunstancias que los reclaman y, entonces, los hay también que están o estarían dispuestos a considerarlos como aspectos civiles no sujetos a imposiciones religiosas. ¡Pues claro que sí! No seamos permisivos, pero permitamos. Y nuestra creencia por delante como testigo, no como ley.
Los fundamentalismos se abrazan a la religión y esta a los fundamentalismos en una simbiosis preocupante. Vengan esos fundamentalismos del islam, de los evangélicos, del judaísmo de tirabuzones, de la ortodoxia o del catolicismo. Tanto da; ellos se alimentan y, por ello, impulsan movimientos cívico-sociales y políticos que se lanzan (o lo alcanzaron) ya claramente a la conquista del poder. Brasil nos va a dar un ejemplo de lo que es eso.
Lo malo, como escribo, no es que sean santos varones quienes esto realizan y fomentan; es que, muchas veces, son absolutamente incongruentes entre lo que dicen y lo que hacen.
En cuanto a la patria, se da por supuesto que quienes mejor la defienden (o la quieren) son ellos. Claro, limitados a unos cuantos símbolos que no obligan a nada y dan mucho juego. Y que sean otros quienes se los cuiden y defiendan, cosa de toda la vida. Cuidar y defender, en realidad, es su dinero o las estructuras que les permiten obtenerlo sin demasiado esfuerzo. Y mantener o volver a sociedades estamentales, de divisiones tan nítidas.
Claro que acepto que en todas las partes se cuecen habas. Que no es menor la incongruencia manifestada y mantenida entre los dirigentes de movimientos y partidos que nos llevarán, a los humildes ciudadanos (carne de proletariado), al paraíso terrenal de la igualdad y, sin embargo, construyen y mantienen unas estructuras fundamentalmente desiguales; supuestamente, todos iguales por abajo, pero nunca por arriba. Al olimpo de las élites, nunca llega la paridad del sufrimiento. Por ello, se cumple siempre aquello de una cosa es predicar y otra dar trigo. Predicar es lo más fácil. Hasta tenemos inspiradas poetas, como la vicepresidenta nicaragüense, que predica balsámicos versos (y pone árboles de la felicidad, de hojalata).
Por desgracia, la aplicación de lo anterior siempre se ha manifestado letal. Y así unos pocos, poquísimos, viven y otros muchos, demasiados, malviven. Pero se han fabricado las leyes para que ello sea no solo posible, sino legal e inmutable.
Todo fundamentalismo, sea del orden que sea, acaba en absolutismo o dictadura, porque es la única forma de imponer la lógica de sus supuestos ilógicos e infames. Convertir la creencia, la doctrina, en ley de general aplicación (excepciones ocultas y ocultadas) es pulsión a veces oculta y a veces explícita. Llegarse a ello es degradarlo todo en orden a alcanzar un objetivo superior (y ya es paradójico), que solo está definido por quienes de ello se aprovechan (individual y como clan en el poder).
Hay que huir de esas consignas altisonantes, cortas y esgrimidas como armas de confrontación, tan fáciles de escuchar y que no necesitan explicación alguna. Son como señales icónicas; únicamente hay que seguirlas y cumplirlas.
Bajo simplezas y anacronismos, siempre subyace la intención de algún grupo, de algunas élites, de dominar completamente a los demás. Así de claro. El mundo feliz de Huxley.