Por Fernando Sánchez Resa.
Sastres. Desde que tengo uso de razón, la gente se ha vestido con ropas de artesanía hechas por un sastre (para hombres) o una modista (para mujeres). También había sastras y modistos. En nuestro pueblo proliferaban ambos oficios. En cualquier calle del centro había instalado un sastre. En el Real, “Sastrería Longevo”; en la Rúa, “Sastrería Herrador”; “Bayona” en la calle Mesones; “González” en la calle del Paraíso y un sinfín había diseminados por toda nuestra ciudad. Uno muy afamado y bien valorado fue Sastrería García, sito en la Corredera de San Fernando…
Los niños -en aquellos tiempos- cantábamos una cancioncilla referente a esos oficios que, hoy en día, puede resultar ofensiva e improcedente:
“Los sastres son mariquitas.
Los zapateros culones.
Los barberos lavacaras,
oficio de maricones”.
La mayoría de las niñas de ayer, hoy abuelas o “bisas”, han pasado por una sastrería o el taller de una modista. Una modista que adquirió muy buena fama fue “La Cayola”, por la confección de camisas de hombre. Las madres de hoy difícilmente saben o quieren coser, algunas abuelas y sobre todo bisabuelas, sí que saben -o sabían- coser prendas de hombre o mujer y con orgullo decían a sus amistades: «Este vestido me lo he hecho yo…» o «Los pantalones que lleva mi nieto, también…».
Las ropas que vestían mis tres retoños fueron confeccionadas por mi señora. Cuando mi hija Toni hizo su Primera Comunión, fue ella la que le enjaretó el precioso vestido, pues lo vio en un escaparate de un afamado comercio y, a pesar de que tenía muchos pliegues o adornos, supo copiarlo. ¡Cómo lo lució en ese día tan grande de ilusión y felicidad; y, días después, en la procesión del Corpus! Hoy, desgraciadamente, la juventud no puede decir eso. La vida ha cambiado tanto que toda la ropa que estrenamos es confeccionada.
Cuando me casé, tanto el traje de novio como el de confesar me los hizo un sastre. Tuve que ir varias veces a probarme. De mayor también tuve necesidad de un traje, pero ya no me hizo falta ir a verlo. Fui a un comercio, me lo probé, lo pagué y lo estrené.
Recuerdo aquellos mendigos como los ciegos que cantaban sus romances o coplas para obtener simplemente un mendrugo de pan o cualquier prenda usada de vestir para pasar los crudos inviernos de antaño. Por desgracia, hace tiempo que se perdió esta maravillosa tradición oral en detrimento del móvil y otros medios de comunicación de masas.
Desde que el mundo es mundo, siempre ha habido pobres y ricos, más de aquéllos que de éstos. Y por desgracia, los va a seguir habiendo: no hay político o mandatario que sea capaz de erradicar la pobreza.
Pobres de espíritu los ha habido y los hay en todas las capas sociales; pero no me refiero a estos pobres, porque ya tienen asegurado el Reino de los Cielos. A los que aludo son a esos desheredados de la sociedad, que no poseen nada material que les asegure, por lo menos, algo con lo que sustentarse…, y tienen que ejercer la mendicidad.
La mendicidad, como todas las cosas de esta vida, ha sufrido una transformación y creo que a mejor. Cuando era niño, veía parejas de ancianos que, con su andar trabajoso y pausado, iban de casa en casa implorando la caridad:
—¡Una limosna por Dios! —era el reclamo que, con voz temblorosa, cargada de pena y con gesto de abatimiento y resignación, musitaban—.
Esos pobres lo admitían todo: desde un mendrugo de pan hasta cualquier prenda de abrigo o calzado. Eran verdaderos pobres en toda la extensión de la palabra.