Por Mariano Valcárcel González.
Siempre me ha parecido sospechoso que en las “redes” sociales al uso, donde te piden una fotografía de encabezamiento o identificación física, existan integrantes que lo hagan, pero engañosamente.
Aparte de las entradas que se hacen en nombre de alguna asociación o institución más o menos respetable o legal, que es de lógica pura no se identifiquen con careto alguno real sino con símbolos, escudos o fotografías alusivas a sus actividades, las que pertenecen a personas físicas concretas debieran siempre contar con la fotografía que las identifique con evidencia total.
Así que cuando encuentro que entran en esos foros y redes quienes se dicen personas reales, pero no se dejan identificar, tengo que pensar, creo que con cierta razón, que no son personas de fiar, que algo ocultan, o de algo se ocultan, y que no son capaces de dar la cara ni siquiera en estas “ventanas” a las que entran voluntariamente y a las que nadie en principio los ha llamado. Así que si se atreven (es un decir) a intervenir, opinar (también es un decir) y a mantener un debate sensato (otro decir) debiera serlo a cara descubierta y con ánimo de hacer valer sus opiniones, porque las saben defender con argumentos potentes. Yo, personalmente, si alguna vez me implico en algún debate o intercambio de ideas, lo hago con mi careto por delante y mi nombre y apellidos; que esta es otra, que también los hay que, además de no ser posible saber cómo son, tampoco es posible saber quiénes son, porque se presentan bajo seudónimos u otros trucos para despistar.
Reafirmo que no me son de fiar ninguno de los que así obran y no suelo ni pararme a leer sus comentarios ni, desde luego, rebatirlos si es que ellos comentan los míos. Y todos sabemos que este es un mal existente en las redes, la impunidad con que se puede obrar en las mismas, impunidad potenciada por lo que llevo escribiendo. Así, sin dar la cara, todo el mundo es valiente (es un decir).
Si de caras y facciones vamos hablando y aparte alguna alusión ya expuesta sobre el tema, voy a confesar algo: cuando paseo por las calles de la ciudad, sea la que sea, y lo hago sin demasiada prisa (lo que ya me es común), como no puedo estarme quieto (mentalmente hablando) voy fijándome con frecuencia en las personas que se cruzan en mi camino. Claro que lo hago con cierta discreción, no se vayan a pensar los paseantes que soy un mirón desvergonzado y me lleve eso de “¿Qué, es que tengo monos en la cara?”, y me arreen un sopapo (máxime si me encanto con un rostro agraciado y bello de fémina y, además, que vaya acompañada, que entonces me la juego).
La cara es el espejo del alma, se dice, y no se debe andar descaminado el dicho. Por supuesto, y eso lo saben bien los dedicados a la farándula, que las expresiones son educables, tanto las corporales en general como las faciales y ello pudiera dar lugar a timos y errores de apreciación sobre ciertas personas; pero, en general, las gentes discurren sin ir pensando y, por lo tanto, alterando sus facciones a cada paso que dan en público.
Pues que, como digo, me fijo bastante en las personas y alimento mi fantasía sobre las mismas. Me encantan las de las chicas y mujeres bellas, ¡qué duda cabe!, pero las hay que a veces me producen cierta inquietud y rechazo por el mismo rechazo que en las mismas se nota, esa altanería inexplicable, la sensación que se sienten de otra esfera para ti inalcanzable (y a la que no te van a dejar ni acercarte), la mirada siempre como enfadada y de poca empatía con nadie (creo que eso se ve muy bien en las poses que en desfiles y catálogos de moda las obligan a adoptar y que ya se les deben hacer crónicas, estratificadas y superpuestas a sus anteriores personalidades). A eso, en literatura clásica, se les denominaba “bellezas inalcanzables”; más creo por el mismo temor que destilaban.
Caras anónimas a veces insulsas y perdidas, que no dicen nada o que ocultan todo (sin quererlo, porque son así, o conscientemente), que ni sienten ni padecen, pero que viven y andan tras sus asuntos, van a sus quehaceres -día sí y el otro también- con monotonía; pero que tal vez un día, imprevistamente, se suelten de todos sus anclajes y hagan lo que nunca nadie pudo pensar. O no.
Caras febriles, con ojos terribles que miran lanzando rayos de odio contra todos, de deseo insatisfecho, de agravios recibidos, de necesidades y vicios apenas controlados; a veces a esos ojos corresponden unas facciones machacadas, endurecidas y hasta descuidadas -los malcarados que se dice-, personas a las que no se les mira a la cara y, desde luego, se evitan sus miradas, en previsión de lo peor.
Caras amables de por sí, que invitan a ser creídas. Tal vez muestren cierta bonhomía intrínseca en la persona que la porta, francas, de las que no se espera traición. Gentes de fiar diríamos. Y en general es así. Son muchas y forman el cuerpo principal de la ciudadanía afortunadamente.
Hay lo que se dice caras interesantes. Por diversos signos y evidencias. Se pudieran confundir con las caras bellas, pero no siempre lo son. La señal que las hace interesantes puede ser la corrección de las facciones, pero también solo la forma de su mirada (su intensidad y profundidad, por ejemplo), la sonrisa especial que deshace rencores, la voz que la acompaña como si de un todo se tratase, cara, boca y voz. E incluso por el discurso.
Las caras bellas, como dije, pueden ser excluyentes y, por tanto, a la postre generadoras de efecto contrario al que debieran dar. Se prefieren las caras llamadas graciosas, con alma alegre, las que invitan a la contemplación en sí, pero mejor al intercambio, a la comunicación. Caras así acompañan a una personalidad agradable y efusiva, pero no confundir con promiscua o ligera de ideas y de responsabilidades en sus actos, aunque las haya a veces y, por ello, sean peligrosas.
Hay caras que echan para atrás, por despectivas y agrias, que se les ve en el gesto una suficiencia impostada (o intrínseca también) y que hacen presumir que de esa persona no puedes esperar nada bueno. Y caras que traslucen la simpleza de sus portadores, de esos que terminan siendo tontos útiles, carentes del ejercicio del análisis y de la crítica (y autocrítica) y que siguen sin rechistar al listo de turno, adorándolo inclusive.
En general, las caras corresponden a ciertos modelos físicos generalizables (al menos en la raza blanca, que es la que conozco algo más), y si en la antigüedad ya se clasificaban a las personas según su fisiología (recuérdese, flemáticos, sanguíneos…) y más modernamente se hicieron ciertos estudios más o menos científicos, al respecto no es nada extraño que existan algunas pautas clasificatorias; al menos, a mí me lo parecen. Y según esas características, así sus personalidades en general.
Total, que sí, que puede ser que la cara sea el espejo del alma.