Por Fernando Sánchez Resa.
El trapero o trapera, pues a este menester se dedicaban tanto hombres como mujeres, era una persona que llevaba un saco a la espalda y una canasta al brazo y que iba deambulando por las calles pregonando, a voces, su presencia.
Cada cual tenía su forma de pregonar: «Trapos, pellejos y alpargates viejos»; «¡Niños, tiraos al suelo y romped los alpargates para el tío trapero…!».
La mujer que voy a referirme era ciega y su pregón decía así: «Ya llega la ciega hoy, llevo de tooo…, de tooo…, pero vista no». Era gruesa y algo mayor. Portaba una canasta de mimbre larga, con un asa en el centro, colgada de un brazo y con el otro se apoyaba en la niña que le servía de lazarillo. Llevaba la canasta repleta de hilos, papeles de agujas y alfileres, pastillas de jabón, sobres de polvos… Ella no vendía, sino que cambiaba por un pellejo de conejo que estuviera bien despellejado y seco, sin cortes ni desgarros. Te daba un cadejo de hilo de la Golondrina, blanco o negro. Los cadejos de la Dalia en colores tenían más valor. Lo que más cambiaba eran las suelas de los alpargates, pues en aquellos tiempos era el calzado que más se usaba en todas las clases sociales; a excepción de la gente pudiente, que era minoría. Las suelas de las alpargatas se hacían de cáñamo, yute, goma o esparto. Esta señora pasaba una navaja por la suela y, al momento, detectaba de qué fibra estaba fabricada. Si era de esparto, la desechaba, pues no tenía valor. Por la de goma, si no estaba muy gastada, le daba al niño -que de la mano de su madre esperaba el regalo- una algarroba que engullía con avidez, sin ninguna prevención de higiene pues iba revuelta en la cesta entre todos los artículos. Si las suelas de las alpargatas eran de cáñamo, todos sabíamos que su valor era mayor que las de yute; en ese caso, te daba a escoger entre un ovillo de hilo o unas agujas que llevaba en su canutero. También las pieles de choto tenían más valor que las de conejo; por ello, te podía dar un sobre de polvos o un espejo que, colgado en la pared, serviría para afeitarse. Los artículos cambiados los iba depositando en un saco. Cuando no había clientes a su alrededor, cogía el saco y la cesta y marchaban a otro sitio, pregonando de nuevo su ceguera.
Ahora voy a referirme al hombre que, como a la anterior, conocí personalmente. «Trapos, pellejos y alpargates viejos», era el reclamo que “El tuerto de los trapos” hacía por las calles y esquinas de nuestro pueblo. El barrio del Alcázar, quizá en estos tiempos, fuera el más pobre y ellos vivían en la Plaza Carvajal. Hablo de mediados del pasado siglo, en donde estaban ubicadas las casas de algunas mujeres públicas, para hacer su negocio.
Ese hombre tenía varios hijos; el más pequeño, de nombre Blas, le acompañaba a diario “a ganarse las habichuelas”, aunque no era tuerto, pero tenía la vista encontrada. Lo que narro sucedía en la posguerra, cuando se padecían oleadas de hambre en nuestra patria. El grupo de dos, que componían este trapero y su hijo, se vio incrementado por una persona más: su hija, algo mayor que su hermano. Ella caminaba con su saco a la espalda, pregonando con su bien timbrada voz. Iba vestida con una bata harapienta y calzada, seguramente, de los cambios que hacía. Su trabajo duró poco. Se decía que había entrado en una casa de las varias que existían en el barrio. Ese lugar fue efímero para ella, pues un señor con carrera se enamoró y le puso casa propia. La vistió con ropas modernas y caras; y hasta tuvieron un hijo. Ella siempre se paseaba sola vistiendo un costoso abrigo de pieles cuando era invierno. Por aquellos años, ella siguió la corriente que inundaba nuestros pueblos, emigrando a Madrid -u otros lugares de España o del extranjero- en busca de trabajo, pues la vieron por “los Madriles” con su hijo.
Todas las traperías que había en Úbeda han desaparecido. Las alpargatas ya no se utilizan y las ropas usadas se llevan a Cáritas o a otras ONG, que las distribuyen caritativamente a indigentes, inmigrantes y necesitados.