Relatos y vivencias del ayer ubetense, 05

Por Fernando Sánchez Resa.

En las faenas agrícolas los carros eran imprescindibles para transportar los aperos y el grano para la sementera. Cuando se secaba el grano en las eras, para transportarlo al granero, el carro iba lleno de costales y sacos.

En la calle de la Victoria había varias aladrerías. Una muy importante estaba en la plazoleta de la Cruz de Hierro que siempre estaba llena de carros esperando su arreglo. Yo veía cómo trabajaban los aladreros y cómo moldeaban la madera para las ruedas, todo artesanalmente. A las azadas y hachas les ponían los magos con habilidad y prontitud, pues a veces el cliente se esperaba y se llevaba la herramienta al momento.

En las faenas de siega de aquel entonces los carros y carretas eran los que transportaban la mies. Para los transportes de paja, los carros con sus redes de malla, de ramal de esparto, con sus abultadas bolsas colgadas iban sembrando de paja las calles que transitaban. En las puertas de las casas vaciaban el contenido haciendo un gran montón sirviéndose de la horca y el garbillo. Casi siempre eran las mujeres las encargadas de subirla al pajar, provistas de espuertas, serones y sacos, con su pañuelo en la cabeza, escaleras arriba, pues el pajar y el granero siempre estaban en el piso superior, junto al tejado.

Otra profesión curiosa y olvidada es la de botero. Muchas mañanas estaba en mi puerta cuando escuchaba a un hombre voceando que conducía un mulo con el ronzal en su diestra.

—¡Miel blancaaa…! ¡Miel de calderaaa…!

La vecina de enfrente lo llamó. El hombre y la bestia se pararon en su puerta. La mujer sacó un tazón en sus manos y dijo que se lo llenara. Encima de la albarda, en el lomo, iba terciado un pellejo que me pareció un animal berrinchoncho, sin cabeza ni patas. Vi -con sorpresa- cómo el hombre desataba una pringosa cuerda de una de las extremidades y vertía en el tazón un espeso líquido rubio. La mujer le dio una moneda de níquel con un orificio en el centro. El mulero, con la misma mugrienta cuerda, procedió a atar esa extremidad mientras espantaba un enjambre de moscas que alegres revoloteaban alrededor del mulo. Yo fui corriendo a llamar a mi madre que, ante mi insistencia, sacó una jícara y se la llenó de miel. En un plato me echó un poco y me dio un trozo de pan para comérmela. ¡Qué sabor más exquisito tenían las sopas…! ¡Nunca había saboreado cosa tan dulce y deliciosa…! Cuando terminé, me chupé varias veces los dedos.

En aquellos tiempos, el botero era un oficio como otro cualquiera. El vino y el aceite se transportaban en carros en cuyo interior terciaban los pellejos. El carrero siempre llevaba una bota colgada en su carro, pues se decía: «Con pan y vino se anda el camino» o «El vino en bota y la mujer en p…». Eran proverbios que se usaban corrientemente entonces y que se han perdido totalmente en la oralidad cotidiana, aunque se puedan encontrar en algunos libros antiguos, ya que hoy la mayoría de la población joven (y no tanto) prefiere escribir y hablar mala y virtualmente por el móvil o el ordenador.

Los pellejos a veces se pinchaban y había que ponerles una botana. Raro era que un pellejo no la llevara. Otro refrán que se decía por entonces: «Nadie murmure de nadie, somos todos de carne humana que no hay pellejo de vino que no tenga una botana».

La última vez que vi trabajar a un botero fue antes de la guerra, cuando entré de aprendiz en Casa Biedma. Enfrente, en la parte trasera de la Iglesia de la Trinidad, había un molino aceitero cuyo dueño era don Aniceto Fernández. Esa fábrica daba a dos calles: Corredera y Obispo Puerto. Allí fui donde lo vi. Para su trabajo se ponía un mandil de la misma piel y procedía a detectar si el pellejo tenía algún “caliche” poniéndole su correspondiente botana.

Otro oficio olvidado es el de los esquiladores, que eran peluqueros, pero de asnos y mulos. Este oficio lo ejercían personas en Úbeda, cuando era mayoritariamente agrícola, pues proliferaba el ganado de herradura: burros, caballos y mulos. Era algo rentable para los que lo ejercían, aunque no ganaban para hacerse millonarios, pero sí para ir viviendo. Se les veía muy de mañana, en el mercado, con sus utensilios colgados al hombro: la máquina de pelar, las tijeras esquiladoras, la hoja vuelta para hacerle las crines, tijeras más pequeñas con las cuales hacer bonitos y artísticos dibujos en los costillares y en el culo; en particular, a los “borruchos” a los que por primera vez se les cortaba el pelo. Allí recibían encargos y, a veces, en el mismo lugar esquilaban al animal.

Los esquiladores ubetenses más famosos de aquella época fueron los “Lagunas o Lagunillas”. Eran muy pequeños de estatura, pero muy trabajadores e inquietos y parecían todos cortados por la misma tijera. Se situaban en el mercado y después iban a las casas donde se les requería. En la calle, atados a las ventanas de reja, procedían a su esquilado. Si el animal era primerizo en el “pelao”, en algunos casos había que sujetarlos para que no se movieran; en otros, había que ponerles un torcedor en la oreja o en el labio inferior o una plataforma en las patas. Era en las partes traseras, en ambas partes del culo, donde procedía el esquilador a hacerles los dibujos que consistían en un pez o una flor o cosa similar. Con las tijeras de hoja vuelta le hacía la crin y los pelos de las orejas y dejaba un precioso “borrucho”. La dueña de la casa salía y barría los pelos que había dejado la pelambrera del rucho. Hoy apenas se ven esos animales, ni a los esquiladores. Algunos niños y jóvenes los conocen por los libros.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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