Por Fernando Sánchez Resa.
Santa María de los Reales Alcázares y Nuestra Señora de la Asunción.
El amor que nos profesábamos desde bien jóvenes, Manuela y yo, se hizo realidad litúrgica con nuestra boda, precisamente en el día de mi santo, San Fernando, en otra de las iglesias que más encanto y carisma tiene, y que más amo (después de El Salvador), y en donde fueron bautizados algunos de mis hermanos.
¡Qué contento estaba ese día; seguramente uno de los más felices de mi larga existencia! Por fin, podía tener, junto a mí, a mi amada esposa para toda la vida, pues ambos siempre quisimos seguir a rajatabla las palabras que nos dijo el sacerdote el día que nos casó: «¡Os declaro marido y mujer hasta que la muerte os separe…!» Así lo hicimos y fuimos muy felices.
Esta iglesia, con su grácil espadaña, forma parte de la silueta con la que se perfila la ciudad en el horizonte y que siempre se te aparece cuando vas bajando, andando o en coche, por la Ronda de Antonio Muñoz Molina, anteriormente conocida por Ronda de Miradores. Siempre ha sido mi segunda iglesia preferida, pues tenía un encanto especial; pero las reformas efectuadas, tras estar veintiocho años cerrada (¡y que pude ver terminadas en vida!) la edulcoraron y falsearon en demasía. A mí me gustaba mucho más como estaba, cuando yo era niño y mozalbete, con ese poso de antigüedad que exhalaba, encalada casi toda ella y con ventanales que proporcionaban suave luz; y el encanto de su claustro gótico con su patio alfombrado de flores, arbustos y árboles que le daba un hálito más divino y menos hierático que el que ahora tiene. Yo la conocí con sus figuras o santos en sus hornacinas antes de que ocurriera la desgracia del 36. Incluso, como niño, me he subido tantas veces a ellas para ver o divisar mejor las procesiones y actos litúrgicos que se celebraban.
La puerta de la Consolada era mi preferida en Semana Santa, puesto que, en ella, nuestro Padre Jesús Nazareno era saludado y bendecido, año tras año, con el primer rayo del sol que iluminaba su apenada cara, así como a su acongojada madre cuando salía -detrás- en su busca con el sol ya más alto; hasta que inventaron el cambio de hora y se perdió ese encanto.
Allí tuve también el gusto de ejercer, alguna que otra vez, el cargo de monaguillo invitado. Por eso, me conocía todos sus vericuetos y rincones más secretos, pues me encantaba saber el nombre de todos los santos y las capillas, como luego me ocurriría con los actores y actrices de cine, ya de más mayor. Hasta recuerdo cuando estaba intacto el coro y su sillería (que luego destrozarían las hordas revolucionarias, comandadas por las de un pueblo vecino) y también su inmensa sacristía. ¡Ay!, aquellos tiempos dulces en los que Santa María era un vergel en el que florecían los buenos comportamientos y se prodigaban las piadosas visitas multitudinarias a nuestra Chiquitilla del Gavellar, la Virgen de Guadalupe, para saludarla e impetrar su auxilio y protección. ¡Qué pena me da, pues ya nunca más volverá a ser lo mismo! Lo único que permanece igual, a mi entender, es la oración impresa a la Virgen María, que es un salutación del siglo XVII, bajo la hornacina de entrada, que tantas veces recé y me sabía de memoria:
“Si quieres que tu dolor
se convierta en alegría,
no te pases pecador
sin decir Ave María…”.