Por Mariano Valcárcel González.
Mucho se ha escrito y dicho sobre la inmigración que padecemos.
Inmigración que no cesa. Las costas del Mar de Alborán principalmente reciben casi sin interrupción la llegada de pateras y “gomas” repletas de personas ansiosas por bajarse de las mismas y lanzarse a una carrera loca para adentrarse en el territorio y no ser capturadas por la policía.
Otros no tienen esa posible suerte y en el intento se quedan. Con buena suerte son rescatados por los servicios existentes, con mala se terminan hundiendo en el mar, acaso alguno de esos cadáveres reflote frente a alguna dársena.
En las ciudades-enclave, en manos de España, del norte de Marruecos, intermitentemente se producen verdaderas avalanchas humanas, carne de desesperación, que asaltan las alambradas como las espantadas de animales enloquecidos, ajenos al dolor que ello produce. Otros se enrolan en barcos, camiones, automóviles, en lugares inverosímiles, como si fuesen paquetes de droga que hay que pasar.
Es indudable que en todo esto hay una mano humana interesada en sacar provecho de esta desesperación. Los “intermediarios”, los recolectores de carne humana con la que traficar, los “patrones” de las pateras que los lanzan al mar si hay peligro de ser detectados, los que les buscan refugio ya en territorio español y los enrolan en esas terribles estructuras económicas del trabajo casi esclavo y sin contrato ni condiciones laborales y personales mínimas del que se benefician también bastantes “empresarios” agrícolas sin escrúpulos ni decencia.
Cierto que muchos de los que quieren o logran traspasar la frontera de un mundo al otro son jóvenes, a veces muy jóvenes, y no en pocas ocasiones sus motivos no son en exclusiva escapar del terror y la muerte de sus lugares de origen, escapar de una miseria endémica, sino meramente pasar a una zona que les promete mejores condiciones de vida y más oportunidades que las que tienen en sus países. Creo que no se ha evaluado bastante la sangría que esto supone para sus países, para lograr el desarrollo necesario y al que aspiran, pero en sus tierras, se ve drásticamente disminuido, en otra jugada más del efecto neocolonial que les devora.
Claro, es que también en nuestra patria sucede algo semejante a lo escrito. Jóvenes con conocimientos y habilidades importantes se ven abocados a largarse a otros países donde les surja una oportunidad para poder desarrollarlas. No siempre lo consiguen, como los anteriores, pero es otro factor de pauperación y retraso de la potencialidad y desarrollo nacional, dejándonos a remolque, como siempre, de los otros países más avanzados.
Y si de migraciones hablamos, aparte de recordar la canción “El emigrante”, que tan a la ligera se cantaba durante el franquismo, aparte de recordar algunas películas que se acercaron al tema de nuestra emigración nacional con algunos tintes esperpénticos, he de recordar y recomendar la revisión o visión primera, si no se ha hecho antes de la película “Un franco, 14 pesetas”, de Carlos Iglesias.
Nos retrata la película, sin rozar siquiera el discurso explícitamente político, la vida y la forma de vivirla (y donde se vivía) en los sesenta. Es curioso, no se va el autor a la búsqueda del mundo infrahumano del campo español, del jornalero sin pan, sin trabajo, sin casa y sin cultura, mero instrumento de trabajo (cuando se le requería) al igual que las bestias que utilizaba para el mismo, pues los que emigran en esta ficción son obreros metalúrgicos de Madrid nada menos que de la fábrica Pegaso (y ya se podían dar con un canto en los dientes los que lograban entrar en la misma, casi siempre recomendados). De todas formas, el choque con el lugar donde emigran (la Suiza del norte) es brutal. Las comparaciones, odiosas, por lo que demuestran de atraso a todos los niveles que se padecía en España. Al igual que esos jóvenes actuales que tratan de llegar hasta nosotros, que ya les supone un cambio sustancial con lo que hasta ahora viven en su tierra, estos dos emigrantes españoles en Suiza quedan en shock ante la rotunda diferencia.
La película edulcora otros casos y otras circunstancias en que se vieron otros españoles y otras españolas que hubieron de emigrar; no en todos los lugares encontraron comprensión y ayuda, no en todos los lugares se les trató como a seres humanos y en esto habría que hacer bastante incidencia para comprender y evitar lo que ahora nosotros hacemos con los que nos vienen. No obstante, los que pudieron hacerse valer, los que hasta cierta forma se supieron asimilar e integrar en las sociedades que les tocaron vivir, los que también tenían ciertas especializaciones laborales y culturales tuvieron más facilidad para aceptar los cambios y prosperar.
En la inmigración hay siempre un factor que no se debiera olvidar y que es imprescindible para que esta se produzca sin traumas excesivos; es el de la asimilación e integración. Por ambas partes, la que recibe y la que llega. El mayor choque de los emigrantes españoles en el exterior era precisamente el de la dificultad de asimilarse en la sociedad receptora; por ambas partes, hubo resistencias de toda clase. Ese problema era el que motivó que bastantes desistiesen de su aventura y volviesen fracasados o no sacasen todo el partido y las posibilidades que se le ofrecían en sociedades más avanzadas en aquellos tiempos de la española (amén de la sempiterna dictadura).
La película señala ese choque, aunque termina (¡si no, no sería española!) reivindicando lo nuestro como esencial.
Y es lo que deberían comprender los que emigran hacia nuestro país, que aunque no se olvide el origen (y se desee volver a veces y según las circunstancias de cada uno) hay que aceptar lo que se vive y donde se vive, con sus cambios y diferencias. Y que cuanto más pronto y decidido se inicie ese proceso, mejor. Quedarse en guetos, cerrarse en comunidades afines, despreciar leyes y normas del territorio donde se planta uno no lleva más que al recelo, a la discriminación, incluso a la xenofobia. Uno no quiere, se diga lo que se diga, que otras costumbres y otros cambios alteren la vida tal y como se ha concebido y estructurado por muchas generaciones. Y nosotros colaborar en ello, porque los necesitamos; no es más, si se quiere, que un ejercicio de egoísmo.
De todas formas recomiendo, como he dicho, la película y es más, yo la propondría como materia de estudio en nuestros centros de enseñanza. Descubrirían los jóvenes muchas cosas que les son necesarias para comprendernos y comprenderse. Y dejarse de gilipolleces.