Por Mariano Valcárcel González.
Dejar a un lado al gran Moisés es imposible.
Al fin y al cabo, es considerado como el máximo profeta entre los judíos y el segundo tras el Jesús cristiano y el Mahoma islámico. Para las tres religiones figura como muy importante, y en ellas es llamado Moshé o Moses, Musa, Moisés.
Ya hay controversia acerca del mismo nombre, que los del libro originan en el sentido hidráulico, esto es, relacionado con las aguas, en su caso del Nilo, y en la salvación que le proporcionaron al llevarlo a las manos de la princesa egipcia, hermana del faraón. Sin embargo, es muy posible que el nombre derive de una raíz egipcia cercana, si no utilizada por las casas reales. No se olvide; el tal Moisés vivió en la corte faraónica, ahijado de la princesa.
La importancia de Moisés trasciende al personaje, pues su existencia, aparte lo que dicen los escritos religiosos, no está documentada ni demostrada por otras vías de investigación histórica.
Si fuese verdad que vivió allá por la segunda mitad del siglo II a. C., no es menos cierto que lo que se escribió acerca de él y lo que se le atribuye como su obra religioso-legislativa, venida de su mano (el Pentateuco), se recopiló y redactó ya avanzado el primer milenio a. C., precisamente en los siglos en los que Israel necesitaba una fuerte unificación doctrinal y legislativa que los diferenciase radicalmente de la presión e influencia de los poderoso imperios que los rodeaban y sojuzgaban (egipcios, asirios, persas…). Podríamos afirmar que ese trabajo perdura hasta nuestros días. Le dio carácter específico a ese pueblo minúsculo, de tal forma que fundamentó la certeza de ser “el pueblo elegido”… Y en ello siguen.
Así que, más que su verdadera existencia, lo que quedó como fundamento fue la doctrina monoteísta que el pueblo hebreo habría de mantener, sus ritos y organización religiosa y las leyes religioso-civiles que impregnarían todo el desarrollo y devenir de este pueblo; todo ello como consecuencia del trabajo referente de este magno profeta. ¿Qué mejor que acudir al mito (no olvidemos que el mito siempre tiene un origen real) y a la epopeya de la liberación del pueblo, ante el poderoso por medio de un caudillo y de su Dios?
Debe ser cierto que el pueblo hebreo (esos habiru de las crónicas), que había emigrado a tierras del Nilo, luego de Jacob necesitó en un momento dado alcanzar su identidad y su deriva como pueblo y ello no podía ser sino marchando de Egipto. Por diversas causas y circunstancias (tal vez el intento genocida o de control de la natalidad hebrea), elexiliado Moisés creyó ser el instrumento que debía llevar a cabo esa labor. Ya tenemos, pues, al caudillo que tiene línea directa con Yavéh y se inviste de esa autoridad frente a los de su raza. Y que vuelve a palacio para solicitar que le sea concedida la marcha; eso sí, la enmascara («Déjanos marchar al desierto para honrar a nuestro Dios»); no dice que se quieren largar sin más.
Se dice que él alegaba cierta dificultad de discurso y, para ello, llevaba a su hermano como segundo (y sumo sacerdote, título que él no usó). Esto coincidiría con las costumbres palatinas y de gobierno del país del Nilo, la presencia del visir o primer ministro. Lo de las plagas es más que discutible y, a lo sumo, indican que tenía conocimientos sobre el medioambiente, la meteorología y otras ciencias, al igual que los magos y sacerdotes egipcios, lo que nos confirmaría su superior educación.
Tanto furor contra la idolatría que tenía, muy motivada la fobia, que estos israelitas eran muy duros de mollera y recordaban a menudo cosas del pasado en el Nilo, con sus dioses, templos, rituales fastuosos o misteriosos, sobre todo cuando andaban vagando sin sentido por el tremendo erial del Sinaí; digo que tanto furor luego no se entiende, cuando va y se fabrica en bronce una serpiente que coloca bien en alto (casi como símbolo tribal) para que los afectados de picaduras de serpientes, cosa normal en aquellos parajes, la mirasen y quedaran sanos. Mera idolatría precursora de la tendencia católica a concentrarse en un icono, una imagen considerada sagrada o que representa a un ser al que se debe rendir culto y que, en realidad, no es nada. Será otra justificación de que esto ya estaba permitido.
El vagar por el desierto se interpreta de varias formas. Una es la de efectuar una limpieza generacional que dejase listos para penetrar en las tierras que había que ocupar a verdaderos conversos, liberados de las rémoras de creencias anteriores (porque no las habrían vivido). Ahí Moisés anduvo listo y –aceptémoslo- carente de egoísmo, porque sabía que también él mismo habría de quedarse en el camino. Todo quedaba purificado.
A propósito de que ese vagar desértico fue de una duración de cuarenta años -cifra mágica, el cuatro, en la tradición hebrea y cristiana-; un número, el cuatro, que conlleva ocultos efectos y resultados. Todo gira alrededor del cuatro o el cuarenta. Y que se cumple a rajatabla para que estos efectos se produzcan. Cuarenta días con sus noches de retiro lo hace hasta el mismo Jesús. Cuarenta años tardan en empezar a penetrar en Canaán. Cuarenta días el diluvio. Cuarenta años se tira Moisés cuidando los rebaños de su suegro…
Hay semejanzas en la historia de Jacob, cuando huye de su hermano y se instala con otro ganadero (y sus hijas) y la de Moisés, que hace lo mismo. También en el origen monoteísta de sus creencias, porque ya en Egipto se había intentado algo así (Akenaton).
La historia chusca y colateral se da cuando el rey de Moab, viendo que se le caen encima esos bárbaros del desierto, requiere a un adivino mesopotámico (que tal vez fuese ambulante, como esos sanadores de tres al cuarto que viajaban por el oeste americano) para que los maldiga, cosa que lo pone en marcha. Se llamaba Balaam. Y, en el camino, su jumento o burra se niega a seguir, pues ve al ángel fiero; el adivino, que no debía serlo tanto, le pega al animal y este ¡le habla!, cosa en verdad nunca vista entonces, ni ahora (salvo las películas de la mula Francis). El hombre hizo sus bendiciones (que no maldiciones) y se retiró. Es de suponer que las impartiría en lenguaje críptico para que los moabitas no le cortasen el pescuezo. De nada le valió tal acción; que luego que penetraron los terribles israelitas, acabó pasado a cuchillo. De desagradecidos está el mundo lleno.
Las escrituras tienen demasiados aspectos e historias no precisamente edificantes ni ejemplares, que no se pueden justificar en la mera influencia y acción de un dios, Yavéh, caprichoso o tornadizo.
Murió Moisés a los ciento veinte años (tres cuartos de cuarenta años bien definidos); pero no se tiene constancia de enterramiento alguno por aquellas tierras, cosa extraña si consideramos lo que representó para Israel y las posteriores derivas religiosas.