Por Mariano Valcárcel González.
Que no queramos admitir nuestros defectos es una reacción natural; nadie en principio quiere tenerlos. Menos aún, enseñarlos. Y todavía menos, el admitirlos abiertamente.
Pero es incuestionable que nuestros defectos existen; todos los tenemos; que no ha nacido nadie en este planeta que no hubiese alguno, salvo lo que creen los católicos como dogma respecto a la madre de Jesús. Ahí yo no entro.
Como he escrito, hay quien sabe de su existencia, los admite y los interioriza como inevitables. Unos llegan hasta querer superarlos de una forma u otra. Vencer nuestros defectos es tarea recomendada por muchos manuales como camino de superación y éxito; incluso se recomienda darles la vuelta a las partes negativas de nuestros defectos y transformarlas en positivas, en factores que nos ayuden a superarnos. Convertir el defecto en virtud.
Los defectos pueden ser físicos -los más evidentes- o psicológicos, más difíciles de detectar e incluso de admitir. Sí, porque ante el defecto físico solo cabe u ocultarlo de alguna forma o tratar de suprimirlo por diversos medios, generalmente traumáticos. Pero el defecto de la psique, de la mente, de la actitud personal, de nuestra forma de abordar los problemas, de actuar en sociedad, de enfrentarse o no al día a día, eso es harina de otro costal.
Antaño, el defecto físico era terminantemente limitante. Se tenía “porque Dios lo había mandado” y se acabó. Yo nací con un estrabismo manifiesto (y con el mismo sigo) y mis padres lo entendieron como cosa propia; vamos, que yo tenía ese defecto visual, porque me correspondía y no había nada que hacer; el pobre don Francisco Ocaña, mi maestro y también el hombre estrábico (que era cosa que le costaba soportar, dado lo mirado que era de su figura) los llamó a capítulo y, al menos, consiguió que me pusiesen gafas (hasta hoy). Creo que si se hubiese insistido en una terapia de ejercicio ocular, ojo tapado alternativamente para reforzar la musculatura y su fijación, se hubiese conseguido algo más; pero dieron por buena la solución (tanto mis padres como el oftalmólogo de la seguridad social de entonces).
Bien;hoy se intenta que los defectos físicos se puedan no solo ocultar sino reparar y eliminar. La cirugía y los ejercicios adecuados obran casi milagros. Hasta de un feo pueden corregir cierta fealdad, no digamos ya ciertas deformidades, hasta carencias de miembros y órganos. Es bueno el avance de la ciencia en estos campos. Nada se objete a quien teniendo medios y decisión ataca un posible problema y lo soluciona; se encontrará indudablemente mejor consigo mismo y tal vez con los demás.
Tener un defecto no significa quedar marginado; o, peor, ser eliminado. Bueno, sabemos que los espartanos eran drásticos en esto y, a defecto evidente, elemento eliminado, monte abajo despeñado. Yo me pregunto si comprobaban que la criatura arrojada moría en efecto o ahí quedaba en la posibilidad de una lenta agonía. Les daba igual, a lo que se sabe. Modernamente la eugenesia pura y dura fue aplicada por los visionarios dementes del nazismo racista. No estoy escribiendo del exterminio de judíos meramente, sino de las leyes raciales y de mejora de la raza que suponían, y supusieron, el exterminio de quienes llevaban realmente o potencialmente cargas defectuosas, defectos genéticos o adquiridos. La raza pura, aria y concebida como tal en sus visiones (¡pues anda que Hitler, Goebbels, Himler, podían presumir de unos cuerpos divinos!).
Tratar de superar los defectos físicos no debiera ser ignorarlos, que es una especie de engaño peligroso. Saberse limitado de alguna forma y vivir con ello debe alentar vivirlo con cordura. Por eso, me duelen quienes, en aras de la inclusión y la igualdad, incitan a quienes no lo son a creerse lo que no se es. Porque hay ocasiones, situaciones, trabajos, en el discurrir diario, que no permiten el acceso de personas discapacitadas, por mucho que lo quisiesen tener. La sociedad debe –sí- y tiene la obligación de facilitar la vida normal; normalizársela a estas personas, en lo que se pueda y se vaya avanzando, sin imponerles metas para las que tal vez ni se les ofrecen medios; que esto es importante: no levantar falsas esperanzas en estas gentes, ya de por sí vulnerables. No se debe jugar con sus esperanzas; no vale el buenismo, sino los hechos concretos.
¿Y los defectos mentales…?
Son más difíciles de detectar en general, aunque los hay muy evidentes; y, en mi opinión, son los más peligrosos. A un ciego lo ves; a un bipolar, a vista pronto, no. Podemos cruzarnos, por las calles, con muchos discapacitados o defectuosos psíquicos, sin que nos demos cuenta de inmediato de esa minusvalía.
Las enfermedades mentales están diagnosticadas y catalogadas; y cada día surgen más novedades al respecto, que se descatalogan algunas dado su mejor conocimiento y se catalogan otras que, hasta ahora, no eran consideradas como tales. Las de manifestación evidente, a veces, causan temor entre la población y marginan y dejan fuera a quienes las padecen; se lucha, porque en muchos casos eso no sea así; pero, como en las físicas, su prevención y limitación vendrá determinada por los efectos que produzcan.
Pero el verdadero peligro proviene de esas enfermedades o patologías ocultas o no detectadas. Los sujetos que las padecen, ni siquiera lo saben. Pero obran y reaccionan conforme al defecto mental que llevan consigo. La sociedad no se defiende de ellos; sólo cuando las consecuencias son más que evidentes y a veces ni así, que no se les ataja a tiempo y cuando se les quiere parar, ya es tarde. Un pederasta, un maltratador, un violador compulsivo, un ególatra desatado, son personas que portan su defecto psicológico como si fuese una pistola cargada, que dispara en determinados casos y situaciones ventajosas y queda oculta en otras. Personas anormales con apariencia de normalidad y, por tanto, sumamente peligrosas.
Hay más de las que nos creemos. Tal vez, nosotros mismos lo somos sin saberlo.
Dicen al respecto que todo se reduce a un juego sutil de equilibrios hormonales, de interacciones de varias sustancias químicas, pócima alquímica que nuestro cuerpo elabora y que todo depende de las cantidades y de sus combinaciones. El defecto, pues, estriba en que la fórmula se haya olvidado o se lea mal. El resultado, como en todo experimento, puede ser magnífico o desastroso. Sea mero juego químico o algo más, lo cierto es que detectar alteraciones de la personalidad, del comportamiento, de la adaptación social, alteraciones que llevan a fabulaciones y creencias absurdas, a la vulnerabilidad emocional, es tarea peliaguda y, más peliaguda aún, tratar de controlar sus efectos y hasta intentar anular esas alteraciones; tal vez, por ello, hay tanto psiquiatra (en algunos sitios verdaderos gurús), tanto psicólogo.
Tener a estos sujetos según en qué puestos de planificación, de decisión y de ejecución es tener una posible fuente de conflictos de más o menos potencia. No enumeraré las consecuencias históricas que se han tenido, por dejar que algunos realizasen sus quiméricas ensoñaciones o tratasen de que se hiciesen realidad sus apetencias. Pero en el plano cotidiano, el común y doméstico, también se sufren las consecuencias. ¡Cuántos problemas familiares no son sino fruto del desajuste de alguno de los miembros!
Me admira la lucha que existe por acotar las perniciosas consecuencias de ser diferente, de manifestar anomalías. Es marca de progreso el haber eliminado tanta actitud abusiva, ofensiva, brutal, contra quienes no podían defenderse adecuadamente. Y así debe seguirse. Pero también habrá que advertir que hay cosas a las que no todos tienen ni pueden tener acceso, por muchos deseos personales que se tengan. Y esto también es necesario tenerlo en cuenta.