Islas

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Aquel verano pasé a Mallorca donde estaba mi hermano Antonio.

Trabajaba él en la central de correos de Palma y me enchufó allí para reforzar la zona de buzones, que en esa temporada recibía más y más cantidades de correspondencia, especialmente postales, pues la oleada de turistas en la isla ya era muy importante, especialmente cuando llegaba algún crucero (que por entonces no se había alcanzado la democratización total de este tipo de vacaciones y eran menos frecuentes y más selectivos).

El caso es que a los sótanos de buzones llegaban sacas y sacas de correspondencia que había que clasificar según fuese a la isla y sus municipios (o la propia capital), a las otras islas del archipiélago, a la península por barco o avión, al extranjero… Íbamos así formando montones y montones de correspondencia que luego se volvía a meter en otras sacas ya preparadas para sus destinos determinados.

Estábamos allí, la jornada completa, que no partida (nos relevábamos los turnos, días y horarios), varias personas; unos eran carteros veteranos poco aptos ya para patearse las calles cargando con la valija, otros éramos contratados ya veteranos de esas temporadas, gentes mayores en general que así allegaban un sobresueldo a su pensión o algunos más jóvenes (yo el más, que era un pipiolo).

Según nos tocase el jefe de sección, la cosa era llevadera o ya estábamos deseando terminar para no aguantar al negrero (que nunca falta). A veces, el mismo jefe llegaba con una nueva remesa de sacas, según se iban haciendo las recogidas y llegando a la central, y el muy cabroncete abría una saca y la desparramaba por la larga mesa, descomponiéndonos los montones que ya teníamos preparados; así que vuelta a empezar. Y nos cagábamos en su prima, mayormente. Con todo y los refuerzos que había no se lograba dar abasto con la ingente cantidad de material que llegaba, llegando a acumularse bastantes sacas sin abrir y que quedaban siempre las últimas en seleccionarse, porque se echaba mano a las que iban entrando. Creo que algunas postales llegarían a su destino cuando el turista ya había vuelto.

Yo aprovechaba las necesidades del personal, para escaquearme; lo confieso. Si era media mañana, me hacía cargo de la intendencia, que era llegarse a una tienda cercana tipo súper y pedir bocatas (mayormente de lo que se decía en balear “pan boli”, o sea pan amb oli en catalán, que no es más que el pan con tumaca). Otras veces, cuando el calor apretaba, me largaba a la plaza próxima, donde había una fuentecilla, y allí cargaba el botijo que teníamos en el sótano. Todo fuese por estirar un poco la espalda; que tantas horas de pie fijo pasaban factura.

Leo que ahora, en las islas, su gobierno supuestamente democrático (¡y con presidencia del PSOE, oiga!) pretende discriminar al personal, por otro lado muy necesario como lo era antes y lo es ahora, que no hable catalán, para imponer de hecho un apartheid rancio que nunca se dio allí. Precisamente, en aquel sótano de correos convivíamos isleños con peninsulares sin problema alguno; es más, los vejetes, que eran mallorquines, se portaron conmigo muy amablemente (es proverbial que esas gentes isleñas no son muy dadas al diálogo) e incluso me permitieron el acceso a su bien más preciado.

Sí; uno de ellos cada mañana o tarde llegaba con un zurrón y, del mismo, sacaba una cantimplora de plástico, que metía a resguardo en un armario. De vez en cuando, la peña jubilata se acercaba y sacaba la cantimplora, dándole un tiento al chorrillo, como si fuese un porrón. Me olía que aquello no debía ser agua del Carmen. Un día, el vejete, cuando sacó la botija, me la pasó y comprobé que estaba bien fría y tenía hielo dentro. Me invitó a catar el contenido y comprobé también que, en efecto ni del Carmen ni de Lourdes era el líquido. Era güisqui con agua, pasado por una noche en la nevera. Hecha la presentación, se me autorizó a la cata moderada, cuando hubiese menester.

Los mallorquines podían ser algo bruscos en su trato, hasta que accedías a su intimidad —consentido el acceso— y entonces procedían como personas correctas y amables. Los peninsulares que llevaban tiempo en la isla se adaptaban a chapurrear y hasta a hablar el mallorquín (perdón, según los más propensos, el catalán); pero los nuevos, a veces, tropezábamos con algún acérrimo nacionalista (ya los había, aunque ocultos) que te demostraba su incomodidad por tener que soportarte.

Yo hacía con frecuencia la línea de autobús urbano que iba desde Palma a la zona de Palma Nova o Illetas, para bañarme. Como te pillase un cobrador de esos poco amables, estabas casi perdido y, desde luego, ya podías llevar el billete bien visible, porque te liaba una gorda.

Por el contrario, hube de aceptar una invitación —por medio de mi hermano— a una finca de payeses, en medio de la isla, para comer el típico pollo a la mallorquina y otras viandas; y se portaron con una amabilidad exquisita.

No quiero comprender la malquerencia sobrevenida en unos gobernantes hacia lo que consideran peninsular y castellanohablante, admitiéndose así la subordinación ante lo catalán; subordinación que, a medio plazo, significaría la inclusión en eso llamado “paísos catalanes”; o sea, la Gran Cataluña. Es suicidarse como comunidad autónoma, que todo les vendría ya cocinado desde Barcelona. Tal vez, con esa tramoya, se encuentren más a gusto que con lo que se da actualmente; es cosa de “sentimientos e identidades” (y ya estamos con la argumentación tonta).

Como confundimos todo, acá se confunde la masificación turística y sus efectos nocivos, que se deben paliar y regular en lo posible, con la posible “colonización” habida por parte de los peninsulares; colonización que, de haberse producido, ya es irreversible o contraproducente el intentarlo. Desde hace mucho tiempo, en Baleares se “murió de éxito”. Ahora hay que intentar que el cadáver no se termine pudriendo.

Aquel verano y otro que hube allí fueron buenos para mí. El mundo se abría a mis ojos y yo debía saber cabalgarlo.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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