Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4. Una jugada maestra.
Portela cogió la bolsa, la puso encima de la mesa, corrió la cremallera y dejó caer, sobre el tablero, setenta y cinco fajos de billetes de cien mil pesetas cada uno. Hubo un momento de sorpresa en el que Gálvez no acertaba a reaccionar. Siempre habían hablado de cinco millones y era evidente que aquella cantidad era muy superior a la acordada. Al ver la sordidez y la codicia reflejada en los ojos de Gálvez, Paco creyó que era el momento de aplicar la lección que le enseñó Roderas sobre Paco “El Muelas”: «El timo perfecto es aquel en que el timado se cree más listo que el timador, y lo trata de engañar».
Con entrañable cordialidad, cogió a Gálvez por el brazo, lo llevó a un rincón del despacho y le dijo en voz baja:
―Señor Gálvez, me consta que es usted un caballero y que me aprecia. Se lo he oído decir muchas veces, aunque por cuestiones de trabajo hayamos tenido diferencias insignificantes. ¿No es cierto?
―Así es, Portela; siempre he pensado que tenías clase, y lo acabas de demostrar.
―Pues bien, sobre la mesa tiene siete millones y medio de pesetas y el notario le entregará un talón de dos millones y medio. En total, diez. Cuente ese dinero, guárdelo en una caja de seguridad y dentro de un par de meses nos volveremos a ver. A usted le corresponden cinco millones, y los cinco restantes son para el equipo que ha colaborado conmigo en la operación. Así lo acordamos. Lo he pensado mucho y es mejor que sea así: si les diera su parte mañana, ¿qué cree que dirían? ¿Que habían acertado una quiniela? No señor. En una noche loca, esos gilipollas se irían de la lengua en la barra de algún puticlub, le contarían a alguien cómo habían desplumado al pavo, y el asunto podría llegar a oídos de quien no nos interesa, ni a usted ni a mí. ¿Verdad que lo comprende? Por eso, debe quedarse usted con todo el dinero, de momento. Conviene que pasen un par de meses antes de que nos volvamos a ver para ajustar cuentas. Yo no sé cómo acabará esto, pero quizás tendré que ausentarme de Barcelona por algún tiempo. De todos modos, si no volviera a verme, solo le ruego que le entregue el dinero a Fandiño. Él conoce los detalles de la operación y le dará a cada uno lo que le corresponde. ¿De acuerdo?
Gálvez no se lo acababa de creer: nunca pensó que aquel aprendiz de estafador fuera tan inocente. Pero lo importante era que tenía el dinero en su poder y que dentro de dos meses ya encontraría la fórmula para quitárselo de encima. Plenamente satisfecho, le estrechó la mano y respondió aparentando una falsa emoción.
―Portela, veo que no me había equivocado contigo. Desde hoy, además del respeto que me mereces como persona, puedes contar con mi admiración y mi amistad.
Era la estafa perfecta: limpia, fácil, sin violencia. Gálvez había mordido el anzuelo y pensaba timar al timador. Ahora solo faltaba lo más difícil: dar el cambiazo a la bolsa sin levantar sospechas.
Miró al reloj una vez más; habían pasado nueve minutos y Martini no daba señales de vida. Con la presunción de haber logrado un buen acuerdo, regresaron con el grupo y Gálvez llamó a Fandiño.
―¿Me puedes decir quién cojones es ese roñoso melenudo, y la chavala que lo acompaña? Los he estado observando, sin que me vieran, y ese jodío hippy no ha quitado los ojos a las bragas de la muchacha, en todo el rato. Pero lo bueno es que ella no dejaba de reír y mover el culito, la muy zorra. ¡Vaya dos joyas que nos han mandado!
―¿Se refiere a los de la limpieza, señor Gálvez?
―Exactamente.
―Es que son nuevos, y me parece que están a prueba. Me llamaron de la empresa, hace tres días, para pedirme que les diera mi opinión en el parte de trabajo.
―Pues les dices que no quiero volver a verlos por aquí. ¿Está claro?