Andrés de Vandelvira, arquitecto

Por José Luis Rodríguez Sánchez

A mi generación, las primeras nociones de Historia del Arte nos llegaron por medio de profesores que filtraban todas las disciplinas por el cedazo del nacionalcatolicismo: por el Imperio hacia Dios.

Según esto, las ideas estaban muy claras en lo que a la arquitectura respecta. Románico y Gótico: las iglesias del Camino, la Catedral de Santiago, las de Burgos y León. Ni una referencia a su origen francés. El Barroco: el gran arte nacido en España, por España y para España, premio divino por la creación de un Imperio que llevó el cristianismo a los salvajes de América y luchó contra los herejes protestantes. El Neoclásico: arte extranjero, afrancesado, amanerado y sin valor alguno. Contemporánea: el Valle de los Caídos, obra magna impulsada por el Caudillo.

Catedral de León. El Escorial. Valle de los Caídos.

Falta algo… ¿Y el gran Renacimiento? Extranjero, algo que se hacía en Italia. Eso sí, contemporáneo al mismo en España, Felipe II —nada de Herrera— construía el Monasterio de El Escorial, octava maravilla del mundo (sic), dedicada a Dios y a la gran derrota sobre los franceses. Tal cual.

Así crecimos sin haber oído hablar de Siloé o de los Machuca, sin tener ni idea del grandioso Renacimiento de las tierras andaluzas (tierra de moros en la que estaban la Mezquita y la Alhambra. Punto.).

Yo tuve más suerte: en Úbeda, en mis paseos de los domingos, vi unos monumentos que me sorprendieron y que hicieron preguntarme por su autor. Un cura, de los que guardo buen recuerdo, me dijo el nombre: Vandelvira. Y me quedé con la curiosidad de saber algo más de él y de su arte. Será en la Facultad de Filosofía y Letras, en su vieja sede de la calle Puentezuelas, en Granada, donde pude saber algo más de este artista. Y lo que supe de él, en las clases de arte del Hospital Real, me hizo reconsiderar la visión simplona que tenía de su obra. Nuevas visitas a Úbeda, con nuevos ojos, me llevaron a considerarlo como el genio que es, quizás el más grande que hemos tenido trabajando en nuestras tierras, que aguanta perfectamente el parangón con muchos de los grandes italianos.

Manchego de nacimiento (Alcaraz, 1509), desarrollará casi toda su vida profesional en Andalucía, fundamentalmente en tierras de Jaén. Fue alumno destacado de Diego de Siloé y quizás amplió estudios en la misma Italia. Digo quizás porque no tenemos constancia de tal viaje, aunque sí un hueco de cuatro años de su vida en los que no se sabe dónde estuvo.

Andrés de Vandelvira. Escultura ante la Catedral de Jaén

El éxito, la fama y la cumbre de su creatividad le vino de la mano de don Francisco de los Cobos, quien fuera secretario plenipotenciario del emperador Carlos V. Este hombre puso su empeño en la creación de una ciudad renacentista de corte florentino en Úbeda, extendiendo su influencia a la vecina Baeza, ambas patrimonio de la Humanidad actualmente. El artífice y arquitecto de sus sueños de grandeza fue Andrés de Vandelvira. De los dineros del primero y el genio del segundo surgieron obras como la Sacra Capilla de El Salvador y el Hospital de Santiago, en Úbeda. O la catedral de Baeza, primitivamente gótica; pero que, tras el hundimiento de su estructura, será Vandelvira quien la rehaga en el nuevo estilo Renacentista, respetando parte de las trazas anteriores.

Catedral de Jaén.

Pero la obra en que Vandelvira roza la perfección será la catedral de Jaén. Comienza las obras su padre, Pedro de Vandelvira, en 1540; y, a su muerte, las continúa Andrés. Será éste quien realice los planos definitivos de la obra y dirija personalmente la construcción de la sacristía, antesacristía, cripta, sala capitular y tres capillas laterales. Todos los arquitectos que le sucedieron hasta la finalización de la catedral respetaron los planos y el concepto constructivo de Vandelvira. Sólo la decoración barroca no se le puede atribuir.

Así surge el gran edifico, milagro de equilibrio y racionalidad.

Unas Jornadas organizadas por Hespérides, la Asociación de Profesores de Geografía, Historia y Arte de Andalucía, me permitieron profundizar en su conocimiento y, sobre todo, atisbar las claves por las que considero este edificio como la mejor obra del Renacimiento español.

Y de entre todo lo que se señala como genial en su diseño, me quedo con la bóveda central, prodigio del concepto renacentista del espacio, mensurable a escala humana. La línea arquitectónica se transforma en la matemática de la geometría euclidiana, perfecta, racional y humana, que no divina. La belleza se esconde en la medida, y los cielos se entienden en la perfección de la armonía de las esferas cuya representación perfecta es la cúpula. En el centro, el hombre, el individuo. El espectador se siente parte de esta obra, que puede admirar y sentir sin la conturbación teológica del románico ni la doctrina del gótico. Sólo la belleza, la proporción, la medida, la perfección de la obra del artista, que firma sus obras y es merecedor del reconocimiento que antes se le negó.

¿Puede decirse que Vandelvira es nuestro mejor arquitecto? Se puede.

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