“Los pinares de la sierra”, 179

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4. El anzuelo.

Mientras tanto, la señorita Claudia iba comentando a la esposa de Barroso las características de las parcelas, el privilegio de respirar el aire de la montaña, los beneficios de la vida en el campo…, etc. No dejaban de parlotear y de reír, como amigas de toda la vida, mientras los hombres seguían a lo suyo.

―Eso sí que son negocios de verdad ―respondió el charcutero—.

―¿Sabe cuál es mi conclusión?

―Que sin socios las cosas funcionan mejor. ¿Verdad que sí?

―Bueno, eso también. Pero la enseñanza, que yo saqué de aquel negocio, es que en donde la gente solo ve pedruscos y cascajos, algunos descubrimos una mina de oro.

Vivamente interesado, Barroso lo miró con una mezcla de interés y de codicia, que contrastaba con la serenidad, casi jocosa, con la que Velázquez hacía la exposición.

―Y ahora, ¿no tiene en marcha algún nuevo proyecto?

―Bueno, ahora es diferente: los directores de los bancos no paran de ofrecerme una financiación que no necesito y oportunidades de negocio que no conoce casi nadie. Esa es mi ventaja, que ahora soy yo quien elige lo que me conviene y lo que no. Y hablando de otra cosa. Supongo que usted estará interesado en comprar algún terreno en Edén Park. ¿Me equivoco?

―Pues verá usted. Tanto a mi señora como a mí nos tira más la playa. Si esto estuviera más cerca del mar, no le digo que no compraríamos unas parcelitas, pero está demasiado lejos para nuestro gusto. Hemos venido porque Elisenda es amiga de la señora de ese directivo del descapotable, y nos ha invitado sin compromiso. Pero si he de serle franco, hasta hora no me ha gustado lo que he visto.

Al pasar junto a la zona deportiva, el Jaguar dio la vuelta en dirección a la salida, dejando atrás la nube de polvo que levantaba al recorrer las calles sin asfaltar que, excepto unos ciento cincuenta metros a la entrada, eran la mayoría. A la izquierda, sin aliento y rendido por el esfuerzo, estaba el Dodge Dart de Soriano como un hermoso animal, sumiso y dócil, resignado a su infortunio. Al llegar a la explanada del restaurante, Claudia abrió la puerta a la invitada y recordó la frase que se decía antes de subir al autocar: «Señores, permítanme que pase yo primero para acomodarles en la mesa que les hemos reservado».

Al verlos llegar, Portela se puso en pie, pero Fandiño, Soriano y María Luisa no se movieron y siguieron con las cervezas y las aceitunas aliñadas, cortesía de la casa. Todo estaba a punto: los platos, los cubiertos, las servilletas y dos botellas de tinto de la tierra, que Paco empezó a servir con sumo cuidado, mientras los recién llegados ocupaban sus asientos. Velázquez retiró el respaldo de la silla de Elisenda, y una vez acomodados, Portela hizo una indicación al camarero, que llegó enseguida con un bloc en la mano.

―¿Qué van a tomar? De primero tenemos espárragos a la parrilla y cargols a la llauna; y de segundo escudella o conill a la brassa con all i oli. De postre crema catalana.

―Fantástico ―dijo Barroso―; mi señora y yo tomaremos caracoles de primero y probaremos la escudella. Nos encanta la cocina catalana.

Cuando el camarero terminó de anotar la comanda, se marchó a la cocina, y fue Soriano quién hizo la observación.

―Oiga, señor Barroso, usted no tiene ningún acento; en cambio, su señora no puede ocultar sus orígenes.

―Sí señor, es que ella es de Berga. Yo también nací aquí, aunque mi padre fue un militar destinado a Cataluña después de la guerra. Quiere decirse que soy charnego. ¿Sabe? Pero oiga, tengo el carné del RCD Español desde pequeño. O sea, que soy perico. Estoy muy integrado en Cataluña y me entusiasma el pa amb tomaquet, la escudella y la crema catalana. Solo me falta bailar la sardana, pero me hago un lío al marcar los pasos con los brazos en alto.

―Lo suyo son los negocios ―dijo Elisenda con orgullo, mirando a su alrededor—.

roan82@gmail.com

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