“Los pinares de la sierra”, 175

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

6.- Como Rodrigo de Triana.

Sin mostrar demasiada ilusión por el premio, uno tras otro depositaron los boletos en la bolsa, hartos del trajín que habían llevado desde que salieron de casa. No obstante, llegado el momento de la insaculación del boleto, los nervios y el suspense se apoderaron de la concurrencia. En esta ocasión, la encargada de extraer la papeleta premiada fue una señora bajita y regordeta, sin cuello apenas, y con una voz muy cascadilla, que carraspeó un par de veces antes de leer el nombre de los agraciados, lo que no supuso impedimento para despertar algunas risas que enseguida quedaron atenuadas por las felicitaciones y los aplausos de los espectadores.

Paco se acercó a la pareja con la opción de compra, fingió una sonrisa y, como era preceptivo en estas ocasiones, estrechó la mano de los afortunados.

―Enhorabuena, señores; ya tienen cincuenta mil pesetas, que unidas a…

En aquel momento se escuchó a lo lejos un ruido muy molesto y una nube de polvo, como si alguien arrastrara un montón de chatarra. Todos los ojos se desviaron hacia donde venía el estruendo, y Fandiño, el primero en comprender lo que ocurría, se puso a gritar con la fuerza de Rodrigo de Triana al avistar las costas del Nuevo Mundo.

―¡Señor Portela! ¡Señor Portela! Mire quién viene por allí.

Tras unos instantes de expectación, se le acercaron Roderas y Mercader y, sin acabar de creerse lo que veían sus ojos, dijeron asombrados.

―¡Es Soriano! ¡Ha llegado Soriano! ¡Bendito sea Dios!

En efecto, a la entrada de la urbanización, a unos cientos de metros de la entrada, se detuvo el Dodge Dart envuelto en la nube de vapor que salía del radiador. Por culpa del calentón a que lo habían sometido, el tubo de escape se había desprendido de las bridas que lo fijaban a la estructura del vehículo, lo traían arrastrando y ese era el ruido que se escuchaba desde un kilómetro de distancia. Pronto se vieron rodeados por los clientes que, sin poder aguantarse la risa, hacían los más insólitos comentarios.

Por orden de Portela, los que no habían conseguido vender aquella mañana, acordonaron el vehículo para evitar que algún niño pudiera resultar lastimado, y cuatro o cinco amas de casa, de esas que por nada del mundo se pierden un acontecimiento popular ―tanto si es un entierro como una boda― y participan con lágrimas o aplausos, según las circunstancias, pensaron que era un momento pintiparado para estrenar sus flamantes cámaras fotográficas. Desde diversos ángulos ―como habían visto hacer en la tele a los fotógrafos de guerra―, fueron captando las imágenes más llamativas del desastre, hasta agotar el carrete de la cámara, regalo de la empresa.

María Luisa, mirando a Soriano de reojo, comentaba la aventura con la esposa del señor Barroso que, una vez fuera del vehículo, se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. En medio de la confusión, Gálvez no paraba de merodear alrededor del grupo sin perder de vista a Portela, como esos policías que nunca cumplen con la misión encomendada, porque sus movimientos los delatan. Se acercó a Fandiño, lo cogió por el brazo en actitud avasalladora y le hizo una pregunta que lo dejó sin respiración.

―¿Puedes explicarme qué coño pasa aquí? Ya son las dos de la tarde, y nadie da señales de vida. ¿Qué coño ocurre?

El gallego lo miró con las pupilas dilatadas, sin poder disimular la emoción.

―Perdone, señor Gálvez. Tenga paciencia; este es el momento que esperábamos desde hace una semana. Por favor, no pierda la calma. ¿No lo ve? Ahí tiene al cliente que nos puede comprar sus parcelas.

Gálvez movió la cabeza con incredulidad, apretó con fuerza el brazo de Fandiño y dijo en tono amenazador.

―¿Me quieres decir que el dueño de ese montón de hierros viejos tiene dinero para comprar mis parcelas? Vamos, Roque, no me jodas que esta mañana no tengo el cuerpo para pasodobles. ¿Me entiendes o te lo digo más claro?

―De verdad, señor Gálvez. Usted sabe que nunca le mentiría. Conozco al dueño del coche y sé que tiene una agencia de vehículos de ocasión. Al otro, es la primera vez que lo veo; pero me consta que está forrado. Se lo juro.

Retiró la mano del brazo y le dio un cachete en la nuca como si fuera un crío.

―En fin, espero que no tratéis de liarme de nuevo. Dile a tu jefe que, si lo intenta, no me faltarán ocasiones para romperle las piernas.

roan82@gmail.com

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