“Los pinares de la sierra”, 174

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.- Empapado en sudor, y sin aliento.

A los pocos minutos apareció Portela, muy nervioso, al oír a Roderas llamar «Por favor» para preguntarle si necesitaba ayuda.

―No, señor, muchas gracias. El Vicepresidente General ha tenido la amabilidad de saludar a estos señores y ahora vamos a estudiar la inversión que más se ajusta a nuestros intereses.

Luego, en un aparte, le preguntó en voz baja.

―¿Qué coño pasa con Soriano? Habíamos quedado en encontrarnos a las doce y ya son las doce y media. Han llegado todos, y él sin aparecer. A ver si después de toda esta historia nos deja colgados y sin cliente. ¡Que ese es capaz!

Simpático, como siempre, Portela se retiró con una sonrisa fingida, saludó a los demás clientes para ganar tiempo y a ver si, de paso, conseguía alguna operación ―algo que nunca estaba de más―. Por fortuna, todos estaban tranquilos y aquel día nadie armaría un alboroto que perjudicara a los compradores, como pasó con el cliente que tiró al suelo la cámara fotográfica y la pisoteó a la vista de todos, hecho un energúmeno.

Fueron momentos angustiosos; el tiempo volaba en los relojes y el Dodge de Soriano no llegaba. Fatigados y sofocados por el calor, las familias abandonaron las parcelas sin que los vendedores pudieran evitarlo; ocuparon la calle y empezaron a desfilar, como un rebaño, hacia donde esperaban los autocares. Paco estaba casi sin resuello y con la camisa empapada por el sudor, cuando se le acercó Gálvez con cara de malas pulgas, lo cogió del brazo y le preguntó que cuándo pensaba ocuparse de lo suyo.

―No se preocupe, señor Gálvez; déjeme que termine de atender la promoción y enseguida le atenderé personalmente.

Pero era la una de la tarde y Soriano no aparecía. Paco intentaba acumular toda la sangre fría de que era capaz, para convencerse de que María Luisa, ni Narciso, le harían una trastada semejante. Los vendedores empezaron a formar el corro para el sorteo y, en aquel estado de nervios, Paco creyó advertir cierto malestar en los clientes; algo que no carecía de lógica, si tenemos en cuenta que empezaba a hacerse tarde y los autocares habían tardado hora y media en recorrer el trayecto de Barcelona al restaurante.

Uno de los novatos, que precisamente aquel día había conseguido su primera venta, se le acercó para decirle que ya no sabía cómo entretener a la familia y que le empezaban a hacer preguntas muy comprometidas.

―Diga lo que se le ocurra o presénteles a un vendedor con experiencia; pero no me venga con gilipolleces. ¡Coño!

A la una y cuarto se dirigió hacia el corrillo, desorientado, como si despertara de una pesadilla. Vio que Gálvez lo observaba a unos metros de distancia, y cayó en la cuenta de que con las prisas y los nervios, por el advenimiento de Soriano, se había olvidado de trucar las papeletas, aunque llevaba en el bolsillo las cincuenta mil pesetas en efectivo. En consecuencia, le pareció mejor no hacer alarde de dinero por si le tocaba a alguno de los que habían comprado. Por un instante, se sintió culpable de aquel desastre; el pánico se apoderó de él y se puso pálido como la cera. A la vista de su estado, se le acercó Roderas para tranquilizarlo y se ofreció para celebrar el sorteo.

Eran casi las dos menos cuarto, y Soriano sin aparecer. No podía creerlo; quizás le habían anulado la visita a última hora, o había surgido cualquier otro problema y el muy capullo decidió que no tenía sentido hacer el viaje. Como un relámpago le vino a la memoria la tarde que se presentó en su despacho y le pidió una tarjeta, porque llevaba una semana sin pagar la pensión. Por eso, le costaba admitir lo que ocurría, porque desde el primer momento lo había tratado con exquisita comprensión y familiaridad.

Se sintió profundamente decepcionado tanto por él como por María Luisa. Miró a la entrada de la finca una vez más, recorrió con la vista las caras de clientes y vendedores, observó que Gálvez no se perdía detalle de lo que ocurría y agradeció a Roderas su ofrecimiento; pero, como responsable de la situación, siguió adelante. Pidió una bolsa, se la entregó a una niña de unos cinco o seis años y, sin dejar de sonreír, empezó a leer el nombre de los asistentes.

roan82@gmail.com

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