Por Mariano Valcárcel González.
Alguien, no voy a decir ni el quién ni el cuándo, me facilitó sin yo pedírselo dos certificados de sendos cursos de verano en universidad prestigiosa que me podían suponer varios puntos para inflar mi currículo de actividades de perfeccionamiento y, por ende, un posible plus salarial.
Ni se me pasó por la cabeza utilizar esa documentación falsa, pues yo ni había asistido ni había aportado trabajo o informe alguno. Cuando utilicé certificaciones de actividades, cursos o cursillos lo fue porque las había realizado o a las que había asistido. Si se me compensaba con cierto aumento de sueldo, lo consideré siempre como cosa justa y necesaria. Por cierto, nunca comprendí a los “puristas” que se sentían muy ofendidos e incluso se negaban a que se diesen esos supuestos, alegando no sé qué discursos de integridad pedagógica (o de no ser manejados en su autonomía). Bueno, miento; sí que los comprendía, pero no quería entenderlo, por el trasfondo que rezumaban.
Entre los funcionarios docentes, siempre ha existido la prevención ante la titulitis o los cursillistas de oficio, como forma de mostrar o alcanzar méritos para promocionarse profesionalmente, obtener mejores destinos u obtener mejoras salariales. Hemos conocido, a lo largo de nuestra experiencia, a verdaderos cazadores de certificados de horas de formación o titulaciones de especialidades diversas (por cierto, verdaderos especialistas, también verdaderos zotes de esas especialidades y, sin embargo, ahí), unos accediendo y copando convocatorias diversas, de tal forma que era de admirar cómo se enteraban de estas actividades y cómo se encontraban siempre como integrantes de los listados de admitidos; también hemos conocido a quienes lograban lo que los anteriores, sin haber asistido o realizado nada, lo cual es todavía más meritorio o meramente milagroso.
Parece ser que estas prácticas a nivel de la enseñanza universitaria ya son endémicas y a niveles casi industriales; no en vano la endogamia, el comensalismo, el toma y daca y la mera pertenencia a cierta familia todavía son, común y corrientemente, admitidas. Y no lo digo yo; es que es público y notorio y declarado, al fin, por ciertos sectores universitarios (a pesar del intento de blanqueo de los rectores).
Cuando a lo anterior se une la intención de usar títulos reales o ficticios para la promoción personal y política o para la mejora de la propia imagen, es cuando el obtener y presentar algunas titulaciones se vuelve obsesiva y se inclina irreprimiblemente a la falsificación o tergiversación de estudios y carreras obtenidos o imaginados.
Así los hay quienes iniciaron cierto tipo de estudios o carreras, pero no los terminaron y, a pesar de ello, colocan en su historial el tener licenciatura e incluso doctorado. Uno se dice médico sin haber terminado la carrera, otro abogado, otro historiador… Si se les descubre el pastel, entonces lo aclaran; sí, no terminaron esos estudios, pero…
Peor, quienes nunca iniciaron ciertos estudios, pero aún así los hacen constar como ciertos. Hasta que, como los anteriores, son descubiertos; no siempre sucede, porque –tratándose de políticos– eso se debe a rivalidades y venganzas puntuales entre ellos. En muchos países sucede, sí; y cuando algo –aunque sea de poca monta– se descubre, el político afectado generalmente dimite. Aquí, en la España de los “sillones calientes”, rara avis es quien tira de honestidad y se larga, para no perjudicarse más él mismo, para no perjudicar a su partido (que rara vez le exige renuncia), para no perjudicar a la sociedad ni a las instituciones; en suma, para no dañar más la imagen de nuestro país.
Múltiples han sido los casos –y lo son– de políticos de cualquier nivel que no dudan en colocar en su currículo lo que nunca tuvieron. Clásica es la historia del prófugo Roldán, que, sin llegar a pasar de la formación profesional (por otro lado tan digna o más que otros niveles), se adjudicó licenciatura; y otros y otras que, sin ser, dicen serlo.
Se lió la de Dios es Cristo cuando al podemita Errejón se le descubrió estudio y trabajo académico, por el que se le pagaba algo, que más era virtual que real. Faltó lincharlo. Sin embargo, lo último de lo último, lo que atañe a la Comunidad de Madrid, escuece más porque descubre –como indiqué– toda una costumbre y trama para lograr que ciertos amiguetes o afines políticamente puedan exhibir titulaciones que no alcanzaron por medios legítimos. ¿Que hay que alterar o falsificar actas?, pues se manipulan. ¿Que hay que afirmar que se hizo la matrícula y sus pagos en tiempo y forma?, pues se afirma; así como se afirma que se acudió a las clases o que se defendió y presentó el trabajo requerido, aunque nadie pruebe si lo tiene o si lo leyó o si se archivó debidamente. Y todo ello alcanza no solo a la persona afectada (que se niega a dimitir, negando la mayor porque –hasta lleva razón– se lo consintieron o aconsejaron así…), sino también a los catedráticos y profesores afectados, al rector, a la propia universidad, tanto en su credibilidad como en la calidad de la misma. Se deteriora el sistema por completo.
Vamos derechitos hacia el pozo de mierda, al que nos están dirigiendo unos políticos no ya mediocres sino nefastos. Políticos que no piensan a lo grande, porque nunca fueron grandes (por mucho que añoren ese grito fascista) y sí ramplones, facciosos en el sentido de no sentir ni comprender (ni emprender) nada que se aleje de sus intereses de grupo o clase. Fanáticos. Que se precian de ser los que más luchan y se preocupan por el Estado (o la patria, “su” patria, que solo identifican con ciertos cánticos y banderas); y, sin embargo, son los que están trabajando más por irlo destruyendo todo; porque deteriorar y desprestigiar metódica y concienzudamente todas las instituciones que dicen proteger y respetar (y que los demás respetemos) es ir a la destrucción del Estado. El poder judicial controlado por los puestos a dedo, como está controlado el tribunal constitucional (y dentro del mismo un ex catedrático en entredicho), el intervencionismo descarado en la televisión pública, al servicio del gobierno y de su partido hasta ahora, los consejos y órganos de control o gestión de menor nivel con animosos agradecidos que no ven nada que no interese ver o que retrasan decisiones de servicio público, porque no interesan a los poderes reales (capital, corporaciones y sociedades, multinacionales variadas…).
Y si eso todavía hay quienes no lo ven, que se pongan unas gafas de culo de vaso. O que recen a Santa Lucía.