Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- En la boca del lobo.
La discoteca Bikini era la sala de fiestas más emblemática de la zona alta de la ciudad. Para distinguirse de los locales de la competencia, la dirección incorporó una pérgola, una bolera, y un mini-golf que muy pronto captaron la atención de una clientela compuesta por jóvenes melenudos, parejas formales, artistas, bohemios y chicas de vida alegre, que al terminar sus ocupaciones en Míster Dólar iban a bailar los ritmos de moda llegados del extranjero: el twist, la yenca y el rock and roll.
Las noches de los jueves, sobre todo, la juventud se daba cita en Bikini porque allí acudían los jugadores del Barça, un permanente foco de atención tanto para los hombres como para las mujeres. Años más tarde, y para dar cabida a la creciente afluencia de público que inundaba la sala los fines de semana, se suprimió la pérgola y la bolera, se incorporó una segunda pista de baile y se contrató a un equipo de seguridad a las órdenes de Donato Gálvez para evitar los constantes altercados y las frecuentes intervenciones de la guardia urbana.
El taxi lo dejó en la plaza de Calvo Sotelo (hoy de Francesc Macià), y caminando por la acera de la Diagonal, para poner en orden sus ideas y concretar el programa, llegó a la puerta de la discoteca a las dos en punto de la mañana. Quería demostrarle a Gálvez que, aunque no llevara pistola, no se achantaba fácilmente, y que él era de esa clase de hombres capaces de mirar al peligro de frente y apechugar con las consecuencias. Como restos de un naufragio a quienes la baja mar deposita en las arenas de la playa, iban llegando a la puerta de la discoteca grupos de noctámbulos, ruidosos y alborotadores, que tenían entretenidos a unos porteros, grandes como armarios. Paco se acercó a uno de ellos, le dijo que le esperaba el señor Gálvez y, tras unos minutos de espera, un gigantón lo condujo a través de la pista de baile hasta un cuartucho, que tenía en la puerta un rótulo medio despegado con la palabra Dirección. El gigantón llamo a la puerta, de forma respetuosa, y Gálvez, al verlos, se levantó de la mesa con el whisky en la mano.
La decoración era más propia de una comisaría de policía que de un despacho de discoteca; en uno de los rincones, había un sofá de terciopelo marrón oscuro –sucio y desgastado–, una mesita baja y una butaca que tenía rota una de las patas. El aire apestaba a tabaco y a humedad; y, en un lugar preferente del despacho, había un cuadro con la fotografía del jefe de Estado. Sobre la mesa, una botella de Jack Daniel´s, medio vacía; un cenicero atestado de colillas; un ejemplar de El Mundo Deportivo y varios ejemplares de Play Boy. Se marchó el gigantón, Paco permanecía en pie y Gálvez lo invitó a sentarse.
―Portela. Llegas tarde. Te esperaba a las dos en punto y pasan diez minutos.
―Me dijeron que era usted aficionado a los clásicos, y no me parecía prudente interrumpir la lectura ―dijo mirando las portadas de Play Boy—.
―¿Quieres que te pase alguna cuando termine de leerla? ―respondió Gálvez en el mismo tono—.
―No, esa literatura es demasiado profunda para mí; pero agradezco el detalle.
Gálvez soltó una carcajada, dejó a la vista unas caries asquerosas y respondió.
―Eres grande, Portela. ¿Vienes solo? ¿No tienes miedo a salir de noche, con la cantidad de sinvergüenzas que andan a estas horas por la calle? Yo pensaba que te acompañaría alguien de tu equipo ―dijo con su habitual socarronería—.
―¿Por qué? ¿Debería tener miedo? No le entiendo, señor Gálvez. Le dije que vendría y aquí me tiene. Y no he venido solo; en la calle me esperan dos amigos.
―Hombre, eso está bien. De manera que, con el dinero que sacas estafando a la gente, te permites contratar acompañantes para tu protección. Muy bonito.
Gálvez tenía unas ojeras muy pronunciadas, el gesto agrio y un aliento que apestaba a tabaco y a bodega. Procurando aparentar serenidad, Paco le explicó que el retraso se debía a que los empleados lo habían retenido en la puerta del local. Luego lo miró, esperando su reacción.