Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- Otros abusos denunciables.
Cosas como estas iban minando el buen nombre de Edén Park, hasta el punto de que fue necesario contratar a un gabinete de abogados, para atender las constantes denuncias que llegaban, cada vez, con más frecuencia. En otra ocasión, por un asunto parecido, la empresa se vio envuelta en un escándalo de consideración. Sin valorar el resultado de sus palabras, algún jefe de equipo tuvo la ocurrencia de difundir entre los vendedores la idea de que había que acabar con los excursionistas que subían a la finca a pegarse un almuerzo de gorra y a llevarse el regalo. Era la absurda revancha del inepto, incapaz de aceptar su fracaso. Poco a poco, se intensificaron los malos modos y no se perdonaba que alguien, a quien le había correspondido el sorteo, desistiera de comprar.
Las cosas casi siempre ocurrían de forma parecida. Se leía el nombre de los “afortunados”, los vendedores se volcaban alrededor de la familia, como energúmenos y formaban una tremenda algarabía para intimidarlos e impedir que tuvieran la calma necesaria para tomar la decisión. Lo había dicho el presidente en un discurso memorable: «Somos un equipo y cazamos en manada». Así, con gritos, palmadas y jolgorio, conseguían que la pareja no tuviera el valor de rechazar la compra.
Uno de aquellos días, Tele Express sacaba la noticia, a toda plana, cuestionándose la legitimidad de los métodos utilizados por las empresas que utilizaban el reloj y la cámara fotográfica, como señuelos para engatusar a familias bien intencionadas, que aceptaban visitar una urbanización, sin compromiso, y luego eran maltratadas si se negaban a comprar. Alguien les había facilitado el cuadernillo que nos entregaban antes de empezar el cursillo y el periódico reproducía al pie de la letra el “proceso de ventas”.
Se armó un gran revuelo, trataron de encontrar al culpable que filtró el opúsculo a la prensa y se interrogó a varios vendedores, sin resultado. Ahora comprendí por qué no nos permitían que lo sacáramos de la sala. Alguien sugirió que detrás del soplo podía estar Martini Rojo; pero hacía tiempo que no se le veía por allí y nadie hizo caso.
Aumentaron los nervios y continuaron las deserciones. María Luisa se cuidó de que el asunto no transcendiera en la peluquería; pero, desde entonces, no volvió a hablar de sus parcelas, ni invitó a ninguna vecina a visitar la urbanización; al contrario, Soriano se encargó de venderlas en secreto y, aunque perdieron algo de dinero, convenció a la peluquera de que tenían recursos suficientes para montar un negocio de venta de coches de segunda mano, que era una profesión de más prestigio y menos peligrosa.
En otra ocasión, posiblemente debido al madrugón o al café con leche con el que finalizaba el desayuno, uno de los clientes se empezó a sentir mal al llegar a la zona de trabajo. Preguntó si había algún lavabo en la urbanización y el vendedor le pidió que tuviera paciencia y tratara de aguantar. Como todos los domingos, los vendedores desarrollaron su tarea, se anunció la venta (falsa, por supuesto) de unas parcelas, se movió al personal de aquí para allá y aquel hombre estaba cada vez peor: sudaba, respiraba con dificultad y, sin dejar de quejarse, se llevaba las manos al estómago, como si le fuera a estallar, para librarse de aquella presión que lo atormentaba. Pero las voces de los vendedores amortiguaban sus lamentos, mientras su acompañante no dejaba de darle ánimos y decirle que resistiera. La esposa lo miraba con preocupación, y Gálvez, a prudencial distancia ―como siempre―, no se perdía detalle de lo que ocurría. Se reunió el personal para el sorteo, se formó el corro habitual y, al verle la cara deformada por el suplicio, se adivinaba que aquel pobre hombre ya no aguantaba más. Se introdujeron las papeletas en la bolsa, se procedió a sacar la del afortunado, leyeron su nombre, la multitud prorrumpió en aplausos; pero, en lugar de esperar los plácemes y las enhorabuenas, echó a correr, bajándose los pantalones, y se refugió detrás de unos matorrales a descargar la causa de su malestar.
―¿Comprará? ―preguntó Paco al vendedor que los acompañaba—.
―No señor. Él está en el paro y ella se cuida de la casa.
―Pues entonces…, a Barcelona. Señores, ya pueden subir al autocar, que hoy se nos ha hecho tarde y hay familias que tienen mucha prisa.
Al comprobar que estaban libres las localidades de la pareja, el matrimonio que les precedía preguntó por qué no les esperaban. Paco respondió que, para no retrasar a todas las familias, se ocuparía personalmente de que bajaran en un coche particular, y el autocar arrancó dejando en tierra a la víctima del apretón intestinal, que al día siguiente se presentó en las oficinas, indignado y preguntando a voces por el director. Lo pasaron a un despacho para evitar el escándalo; con pelos y señales, le contó el incidente del día anterior y reclamó, de paso, el importe del taxi que había cogido en el pueblo más cercano. Hombre y mujer habían tenido que caminar más de ocho kilómetros hasta encontrar un taxi que les llevara a Barcelona.
En primer lugar, el director se interesó por el bienestar del caballero y se disculpó en nombre de la empresa, alegando que habría sido un error totalmente involuntario. Les abonó el importe que figuraba en el papelito y prometió tomar severas medidas contra el responsable del incidente. Pero no solo no lo hizo, sino que, horas más tarde, se partía el pecho de la risa contándolo en Los Intocables, como una gracia.