Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- Las granjas avícolas y las gallinas camperas.
A la vista del cariz que tomaban los acontecimientos, y convencido de que a partir de entonces el negocio de las parcelas iría de capa caída, el señor Velázquez pensó que había llegado el momento de dar el paso adelante y poner en marcha aquel negocio que venía madurando desde hacía tiempo. En compañía de la señorita Claudia, se dedicó a visitar pueblos pequeños de la provincia de Lleida, villas alejadas del desarrollo turístico y la contaminación, aldeas con sus calles umbrías y las casas de piedra, en busca de granjas soleadas en los alrededores.
Perdidos los recelos iniciales que dificultan el desarrollo de los grandes proyectos empresariales, se presentaban como delegados de una gran compañía de granjas avícolas, en expansión, que estaba estudiando la mejor ubicación para implantarse al más alto nivel, precisamente, en aquella zona. Hacían fotografías, se interesaban por las gallinas, tomaban plumas de muestra –para constatar el buen estado de salud de las aves– y prometían cuantiosos beneficios si, entre las numerosas ofertas en estudio, resultaba elegida aquella zona.
La inspección finalizaba con una degustación de huevos fritos, a la que tanto Velázquez como la señorita Claudia dedicaban un escrupuloso ceremonial. Como si se tratara de una cata de vinos, valoraban el brillo del huevo antes de echarlo en la sartén, la transparencia de la clara, el color y brillo de la yema, y el aroma que exhalaba una vez en el plato. A continuación, venía el “test de sabor”, que consistía en leves paladeos con la punta de la lengua para valorar los matices de tan delicioso manjar, y finalizaba con una selecta retahíla de elogios y aspavientos, y los rebuscados comentarios sobre calorías, composición nutricional, contenido en ácidos grasos, vitaminas, minerales, etc… Comentarios que la señorita Claudia recogía cuidadosamente en su bloc de notas, para –según afirmaba con gesto serio y responsable– entregar a los investigadores en el laboratorio.
Al poco tiempo, empezaron a aparecer, en La Vanguardia, unos recuadros en la sección de anuncios por palabras, en los que se podía leer: “¿Quiere invertir en un negocio sólido y de futuro? Granjas avícolas en la provincia de Lérida. Rentabilidad anual del 54%. Solvencia, seriedad y garantías. Concertar entrevista personal llamando…”.
Un cincuenta y cuatro por ciento de rentabilidad no era cosa de broma y, en un par de semanas, centenares de capitalistas y ahorradores solicitaban información telefónica sobre aquel negocio, cuyo rendimiento quintuplicaba el interés que abonaban las Cajas de Ahorros por un depósito de dinero a plazo fijo.
Cada día, a partir de las seis de la tarde, Velázquez y la señorita Claudia se dirigían al domicilio de los interesados, les mostraban las fotos tomadas en las granjas de los agricultores ilerdenses, y les explicaban los detalles del negocio.
―Por cinco mil pesetas, usted será propietario de cinco docenas de gallinas camperas, de las más selectas razas, que personalmente alimentaremos, mantendremos y cuidaremos en modernas granjas, reemplazando a nuestro cargo las que pudieran fallecer o extraviarse.
―Y, ¿eso del cincuenta y cuatro por ciento?
―Sí, señor. Usted recibirá a diario el importe de cinco huevos frescos, o su precio en el mercado mayorista. Un huevo vale hoy 1,5 pts. Pues bien, le abonaremos doscientas veinticinco pesetas al mes, lo que resulta dos mil setecientas al año. O sea, quinientas cuarenta por cada mil pesetas que usted invirtió, lo que arroja un interés del cincuenta y cuatro por ciento anual. ¿De acuerdo? Dicho porcentaje le será abonado al final de cada mes, como reza en la publicidad y recoge el contrato.
Con la lógica desconfianza inicial, cientos de inversionistas entregaron pequeñas sumas de dinero para participar en el negocio y, a base de ampliar algunas de las sencillas granjas diseminadas por la geografía leridana, reunieron varios centenares de pollitas ponedoras, para tranquilizar a los inversionistas que quisieran ver de cerca a “sus gallinas”. Como al principio se abonaban religiosamente los intereses, algunos de los primeros inversionistas ampliaron el capital y muy pronto la noticia corrió como la pólvora. Unos traían a otros, y los granjeros que colaboraban con ellos pensaban que se harían millonarios en poco tiempo. A los tres meses, Velázquez se compró un Mercedes; pasaba alguna vez por la oficina de Edén Park, y presumía de que había empezado las obras de un chalet, con piscina y pista de tenis, cerca de una de sus granjas. Lo que nadie sabía era que solo el quince por ciento del dinero recaudado lo dedicaba a la compra de aves, y que donde debería haber varios miles de gallinas, solo había unos pocos centenares, porque el resto del dinero lo dedicaba a pagar los intereses y a engrosar el efectivo de su cuenta personal.