Todos nacemos limpios de polvo y paja y, si tenemos la suerte de hacerlo en un hogar del mundo civilizado, nos ponen un nombre y dos apellidos, si estamos en España, claro; en otros lugares, es otro cantar.
Y a partir de ese momento, nos van regalando (o nos vamos labrando a pulso) una serie de títulos o credenciales que, con el devenir del tiempo, se convertirán en nuestro curriculum vitae personal, que bien habrá de tenerse en cuenta para buscar un trabajo o un porvenir -como nos decían nuestros padres, de pequeños- que te facilite la vida; a no ser que tengas la mala suerte de nacer en algunas esquinas inhóspitas de nuestro planeta, en donde la propia sociedad, los políticos, los militares e incluso tu familia o padres ni siquiera te quieran o puedan criar. Pero eso es otro cantar…
A mí, como cualquier hijo de vecino de esta España cambiante y multifactorial, me pasó tres cuartos de lo mismo. Primeramente, fui el segundo, querido y buscado, hijo de mis padres, Manuela y Fernando. Después, me apuntaron a la escuelas de “perra gorda” de Úbeda y allí me conocían por mi nombre y ser hijo de ellos. Tras este ciclo, pasé a ser parvulito (que era como se le llamaba entonces; no infantil…) y escolar de la Trinidad y de los Salesianos, hasta que cursé allí el bachillerato y me marché a la Safa de Úbeda para hacer magisterio, la futura profesión de mi vida. En estos lugares o centros, siempre se me conocía por mi nombre de pila y/o apellidos; aunque, especialmente en la escuela de magisterio, quedé marcado para siempre con el apellido de mi madre: Resa. Y a mucha honra.
Luego, hice oposiciones en Málaga capital, ejerciendo en dos bonitos pueblos de su provincia durante dos años: Tolox (en la Serranía de Ronda) y Marbella; hasta que me marché a hacer el servicio militar en Melilla, en Compañía de Mar, y volví a Rus y Úbeda para ejercer mi magisterio hasta mi jubilación, hace ya más de tres años. Como también ejercí de maestro alfabetizador en Viator (Almería), Melilla y Chafarinas, siempre se me conoció por don Fernando. Incluso, cuando me puse novio y me casé con mi esposa Margarita, hija del afamado maestro de la Safa de Úbeda (Jaén), don José Latorre Salmerón, se me conocía como su yerno. Después, cuando fui padre de dos brillantes alumnas, Margarita y Mónica, ejercí (y así fui conocido) de padre satisfecho en los colegios e instituto, en los que demostraron su pundonor y sabiduría, agradeciendo siempre a Dios y a la misma vida, por haberme premiado con esos dos regalos tan maravillosos.
En mis penúltimos años de maestro, tuve la suerte de ejercer bastantes años de director del “Colegio de la Explanada” o “Sebastián de Córdoba”; y, como tal, se me conocía en Úbeda y sus contornos. Todavía me encuentro por las calles a alumnos y compañeros que así me lo recuerdan y ratifican.
Mas, como últimamente me he mudado a Sevilla, con el primer objetivo y alto honor de ser testigo directo del crecimiento de mi querido nieto Abel, ya no me valen esos títulos, ni se me reconocen por estos lares. ¡Qué más da…! Ahora, he adquirido una nueva credencial que me enorgullece, y que la llevo por bandera; ya simplemente soy “el abu de Abel”, cuando lo llevo a la guardería o me encuentro con mis vecinos y amigos nuevos. De todo lo cual doy gracias a Dios por haberme reservado este “trocito de cielo rubio con cara redondita y simpática” para que pueda ejercer mi “abuelidad”, responsable y querida, de una manera sensata y grata.
¡Va a resultar que mi última credencial es la que más valoro en esta vida…! Ustedes comprenderán por qué será…
Sevilla, 25 de febrero de 2018.