Por Mariano Valcárcel González.
La historia del Libro de Job es una de esas en que uno sale pensando si lo que se cuenta es para aleccionarnos, acojonarnos o, meramente, es tan desatinada que mejor pasarla por alto como mera conseja de vieja ante la chimenea, en una noche invernal. Porque partimos de la existencia de un probo y honesto –a la vez que próspero– ganadero, beduino posiblemente en la tierra del desierto del Negeb actual, en el embudo que desemboca en el Mar Rojo; zona que denominaban “la tierra de Uz” en Edom, porque obviamente este personal no usaba de poblados ni ciudades.
Un jeque con sus cabras, ovejas, camellos, familia y criados (posiblemente también esclavos), que era nieto del mismísimo Jacob y que no había tenido que emigrar, como otros, al emporio egipcio. Vieja historia de migraciones forzosas por las diferentes situaciones económicas y sociales, común en todos los tiempos. Viviría feliz y no se presentaban nubarrones en su desértico horizonte. Por demás, el Dios de Jacob estaba para él muy presente como referente religioso y moral. Por cierto, esto nos indica que no todos los descendientes de Jacob emigraron a Egipto y que es muy conveniente tenerlo en cuenta.
Ahora viene lo incoherente de este caso. ¿Podemos imaginarnos a Yhaveh más bien aburrido y dominado por el tedio de un devenir de la humanidad, tan previsible que apenas si le depara sorpresas? Han pasado los tiempos en que experimentaba Dios con sus creaturas y, según saliese la cosa, así las exterminaba, o no. ¿Podemos imaginar a Luzbel, el ángel caído, sin embargo tan bien visto y posicionado que hasta tiene el privilegio de acceder a la presencia divina y hablar con la misma de tú a tú? Si se nos dice que el mayor gozo y nuestro premio será estar en la presencia de Dios, habremos de deducir, por este pasaje bíblico, que Luzbel gozó de la gloria del Señor; poder estar en su presencia. ¿Podemos creer en la frivolidad de una apuesta entre el uno y el otro, a costa del indefenso beduino…?
La situación que se plantea, pues manifiesta la existencia del Bien y del Mal como fuerzas antagónicas y paralelas que se reparten el mundo y sus fieles. Juegan sus partidas con los peones humanos.
—Venga Yhaveh, no te pavonés tanto de que si tantos te quieren y te adoran, de que si tienes más seguidores que yo… Los tienes comprados con tanta bendición y riqueza…
—Bueno, es posible; de bien nacidos es ser bien agradecidos –recuérdalo–; que por eso estás adonde estás tú; pero no siempre es así, porque entonces todos mis fieles serían prósperos y ricos.
—Claro, claro; es cierto. Pero cuando las cosas vienen mal dadas, bien que te maldicen.
Cierto también. Pero son los menos; que los demás bien se agarran a mi misericordia y perdón. Mira tú ahí abajo al bueno de Job; no se escapa de su boca palabra alguna de reproche ni de duda, aún cuando alguna vez sus hijos le han dado algún disgustillo.
—Vale, te tomo la palabra. Vamos a apostarnos algo, ¿vale? Que, si me dejas hacerle algunas putadillas, verás qué pronto blasfema en caldeo.
—¡Uf, uf…! Por probar… Pero no le toques ni un pelo al pobre, ¿eh? ¡A él, ni tocarlo!
Pensó “El Maligno” lo que iba a disfrutar con este caso. Y se fue a preparar el plan de ataque. Mandó, como aperitivo, golpear en lo que más le doliese al hombre; en sus hijos. Aprovechando una de sus continuas farras, que eran hijos de papá con posibles, hizo que un ventarrón del desierto, de no te menees, derribase las haimas donde gozaban, produciéndose el consecuente incendio y achicharrándolos a todos. Esta apuesta era fuerte –pensó Luzbel– y decantará de su lado la victoria inmediatamente. ¡Cómo iba a regodearse cuando el padre dolorido clamase contra su Dios…!
—¿Qué ha dicho Job? —preguntó, con ansia, a sus informantes—.
—«Lo que Dios nos da, Dios nos lo quita. ¡Alabado sea el Señor!», eso ha dicho.
No agradó esta respuesta al demonio y se la calló. Así que volvió a la carga. Los cananeos, otros que tal, hicieron unas excursiones de rapiña por la zona y se llevaron bienes y hacienda del jeque. Sin ganado, ni tiendas, ni criados se quedó. Pero seguía con su cancioncilla. Las cosechas también se perdieron. Y se quedó con una mano detrás y otra delante en una ruina material y física.
Abandonado de todos, Job terminó debajo de un puente entre miseria y mugre. No es de extrañar que se lo comiese la tiña y la sarna caprina; se limpiaba la supuración con hojas y tejas y era deprimente de ver y oler. Los antiguos amigos, que todavía decidieron ir a verlo –como obra de misericordia–, le recomendaban que renegase de ese Yhaveh que tan mal lo recompensaba en su fidelidad; incluso su esposa, que obviamente lo había dejado, le insistía en ello.
Y él, erre que erre en su tema: «Lo que Dios nos da, Dios nos lo quita. ¡Alabado sea el Señor!».
Luzbel había jugado muy sucio. Había atacado personal y físicamente a Job, cosa que le había prohibido Yhaveh. Y, a pesar de ello, no doblegó la fidelidad del mismo. La derrota, pues, fue completa y Dios se la restregó por los hocicos al maligno.
—¿Ves lo que te dije, cabezón? No has logrado que me maldiga, ni blasfeme contra mí, a pesar de lo que le has hecho. ¡Y eso que te has pasado veinte desiertos! ¡Anda, píratelas por un tiempo!
De inmediato, Dios revirtió todo lo sucedido como si nada de ello hubiese pasado (cosa que solo podía hacer él, naturalmente, porque ahora lo hacen los hipnotizadores y los de Men’s in Black). Job volvió a ser un beduino rico; volvió a tener la misma prole y vivió muchos años con posterioridad, siendo fiel a Dios y ejerciendo su autoridad y misericordia en aquel desierto. Por cierto, que no se especifica si también volvió la esposa a su lado; lo que me da en pensar que, ya puestos a cambiar ciertas cosas, prefirió acoplarse a mujer más lozana y aprovechable.
Siendo así lo que cuentan en los libros sagrados, queda la razonable duda de que ello no fuese más que una de tantas fábulas morales al estilo oriental, que se alumbraban y difundían para enseñanza y provecho de las alocadas y olvidadizas generaciones futuras. Al menos, el ala más materialista del judaísmo y del cristianismo así lo vino entendiendo (y, con especial énfasis, la rama puritana reformista), convencidos de que el aumento y prosperidad de sus negocios derivaban, con seguridad, de su devoción y fidelidad a Dios.