Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- La huida de Fandiño.
Por más que la empresa tratara de ocultarlo, era evidente que la situación había cambiado. Se había perdido el optimismo de meses anteriores y el equipo tenía un aire tristón incrementado por la morriña. Roque Fandiño esperaba impaciente la llegada del verano para marcharse a su tierra con Lucía Cantarilla, que ya había empezado a hacer las gestiones previas para la instalación del nuevo restaurante en Mondoñedo.
Era un local grande como un garaje, destartalado, sucio y maloliente: una antigua vaquería, que guardaba como una indeleble señal de identidad, el cálido y tierno olor a estiércol del ganado. Pero estaba situado frente a una iglesia, lo que a juicio de los entendidos era un magnífico reclamo para la potencial clientela. Por su privilegiada ubicación, era el lugar ideal para tomar unos vinos al salir el domingo de misa de doce, celebrar banquetes de bodas o degustar una taza de chocolate con bollitos, en las primeras comuniones y en los bautizos. Incluso le habían buscado un nombre culto y literario: “O mesón do Cunqueiro”, en honor al poeta lucense.
Aunque llevaba más de mes y medio sin vender, Fandiño no estaba preocupado, sino muy optimista, porque solo le faltaban unos meses para marcharse con Lucía, y emprender una nueva e ilusionante aventura. En el cabaret en donde trabajaba, el ambiente llegaba a su apogeo, noche tras noche, y si bien el salario era insignificante, lo compensaban las generosas propinas de los clientes más trasnochadores. Alrededor de las dos de la mañana, la gente se volcaba sobre la barra, las conversaciones se mezclaban con la música y las risas de los clientes, y el griterío era ensordecedor. Cuando empezaban a sonar las “lentas” en la pista no se podía dar un paso: Memory; Noches de blanco satén; A summer place; Une belle histoire; Sellado con un beso… Las parejas, muy juntitas y con los ojos cerrados, no se daban cuenta de cuando terminaba una balada, y seguían abrazados sin moverse del sitio, como si tal cosa.
A las tres en punto, la orquesta tocaba “A la conga de Jalisco…”. Se hacía una larga fila de gente, cogida de las caderas del que tenían delante, y saltaban al frenético ritmo que marcaba la orquesta, levantando la pierna derecha y después la izquierda, entre bromas, risas y alborotos. Era la señal de que la fiesta había terminado. El personal aplaudía a los músicos, y las parejas se dirigían a los coches: unos, los más formales, acompañaban a la chica a casa, y los otros, los que al día siguiente no tenían que trabajar, terminaban en un moblé de la zona alta, para dar rienda suelta a sus pasiones.
Estaba Fandiño colgando en el armario su chaqueta de camarero, y vistiéndose con ropa de calle, cuando se le acercó su jefe, el señor Donato Gálvez, propietario de diez parcelas en Edén Park, y antiguo inspector de policía, depurado por culpa del interrogatorio a un joven sacerdote durante las obras del pantano de Riaño, por el robo de unos cartuchos de dinamita.
―Qué tal, Fandiño, ¿cómo van las cosas? ―saludó el señor Gálvez—.
―Pues ya ve usted, aquí, haciéndome millonario con lo que usted me paga.
―No te quejes, joder, no te quejes, que hay mucha gente que está peor que tú. Y el asunto de las parcelas ¿cómo va? ¿Bajan los precios?
La pregunta cogió a Fandiño con la guardia baja. Andaba el hombre mosca con la empresa por la subida de precios y no calculó las consecuencias de su respuesta.
―¿Bajar los precios? No me haga usted reír. Precisamente, ahora estamos vendiendo unas, con la mitad de superficie que las suyas, y al mismo precio.
―¿Lo dices en serio?
―Y tan en serio. Ya le dije que comprar terrenos era la mejor inversión.
―Pues hablaré con mi mujer y un día de estos nos daremos una vuelta por la urbanización. ¿Qué te parece?
Al oír la respuesta de Gálvez, Fandiño se puso pálido como la cera. Luego tiró de recursos y le preguntó.
―Supongo que no estará pensando en venderlas todavía. Yo le recomiendo que espere a que se urbanicen las calles, se termine la zona deportiva y empiecen las obras del club de golf. Ese será el mejor momento para vender.
―No sé, no sé. Prisa no tengo, pero quizás me anime a vender al menos una parte. Si eso que dices es verdad, con cuatro o cinco que venda recupero la inversión y el resto de la operación me sale gratis. Pero no te preocupes; pienso encargarte a ti la venta para que te ganes una buena comisión. Ya sabes cómo soy.
―No hará falta, señor Gálvez. Me comprometí con usted, y el día que lo decida, estaré encantado de hacer la operación. ¡Ah! Y no hace falta que me pague nada. ¡Pues solo faltaría! Cobrarle a una persona que ha hecho tanto por mí. No señor, yo haré lo que usted me mande, como siempre, y seguiré a sus órdenes con mucho gusto.
―Bueno, bueno; ya veremos lo que hago.