Por José del Moral de la Vega.
Esta moda exagerada que están imponiendo al mundo los ecologistas, de consumir exclusivamente lo natural, está bien, pero no deja de tener algunos inconvenientes. El ajo comido crudo, para fluidificar la sangre y prevenir cardiopatías, produce, en quien lo ingiere, un aliento nauseabundo; fenómeno que en España suele producirse con bastante frecuencia por la costumbre de usar abundantemente este bulbo, bien directamente, untando el pan con él, o en el condimento de embutidos y en salsas. Esta costumbre de los españoles se une a esa otra de darse abrazos –¡qué sabios son los orientales hasta en su forma de saludarse, que manifiestan sus afectos con genuflexiones!–. Y los abrazos, después de haber comido ajos, no son bien recibidos, ni aunque procedan del más encendido amor.
Opina el profesor Barrionuevo, experto en aromas, que para neutralizar el mal aliento provocado por la alicina del ajo crudo, lo más recomendable es masticar después una ramita de perejil –lo deberían ofrecer en los comedores finos–. Esta planta contiene distintas sustancias (felandreno, miristicina, mirceno…) y, sobre todo, mentatrieno, moléculas que neutralizan el hedor después de haber comido ajo.
Es probable que el general Primo de Rivera, uno de los últimos dictadores españoles, no conociese ni el nombre, ni las características bioquímicas de estas moléculas, pero el resultado de chupar perejil sí lo debía saber, porque comer comidas con mucho ajo y darse abrazos efusivos son costumbres muy propias de los militares españoles. Y es muy probable que fuera esa la causa por la cual, cuando se reunía a comer en Madrid con sus compañeros africanistas, solía elegir un restaurante llamado el Faro de Manila, hoy ya desaparecido, en el que predominaba como condimento, excesivamente, el perejil; aunque bien es verdad que, con tal magia, los pescados tenían un sabor fresco y cálido, inigualable. Nadie pudo nunca conocer las recetas que utilizaba el dueño de aquella casa, Eufrasio, un filipino de ojos almendrados y exquisitos modales que, en su juventud, debió ser muy admirado por las señoras.
Existía una leyenda en los ambientes culinarios de Madrid alrededor de este restaurante. Al parecer, uno de los últimos gobernadores que España tuvo en Filipinas, el marqués de santa Úrsula, tenía en la cocina de su palacio, como recadero, a un zagalillo bien dispuesto y de carácter dulce, con el que el gobernador estaba encariñado. Acuciado por los acontecimientos independentistas, el marqués tuvo que abandonar precipitadamente Filipinas, trayéndose consigo al zagalillo. Ya en España, rehizo su vida el marqués y tomó por esposa a una jovencísima y bella muchacha, que se encariñó también con el pinche de cocina filipino, encargándose de educarlo en el uso de los más refinados modales. Cuando, por fin, aquella señora quedó embarazada del señor marqués, bien que algo después de la muerte de éste, Eufrasio fue encargado por la marquesa de administrar sus bienes, gestión que hizo con gran eficacia y por la que fue compensado, tiempo después, con un caserón situado en el Madrid de los austrias, una mansión que dedicó a casa de comidas orientales y donde el perejil predominaba como aliño.
Como fruto de sus investigaciones sobre las propiedades de las plantas, el profesor Barrionuevo acaba de publicar la carta de un jesuita botánico, que estaba en Manila en el siglo XVII, y en la cual cuenta que los musulmanes filipinos le daban perejil a los carneros porque, de esa manera, “padreaban” mucho.
¿Sería esa propiedad de “padrear”, que parece tener el perejil, y no la de ser carminativo, la verdadera razón de aquellos militares africanistas, muy dados a ganar batallas de alcoba, para frecuentar el Faro de Manila?
Mientras el profesor Barrionuevo determina científicamente si el perejil es más afrodisíaco que carminativo, o viceversa, quizá lo más recomendable sea disfrutar de la magia que envuelve los pescados cuando son cocinados con este aliño.