Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Acoso.
Poco después, Paco y Genny se marcharon, y yo me quedé a solas con Marisol. No sabría decir por qué los dos estábamos nerviosos y en silencio. Ella no paraba de fumar y yo la observaba con una mezcla de pena y preocupación. No me entraba en la cabeza cómo una chica, poco mayor que yo, podía llevar una conducta tan desordenada. Probé el gin-tonic, encendí un cigarrillo y me puse a mirar el aburrido programa de la tele. Debió de pensar que yo tampoco estaba muy animado, y sin previo aviso me dijo que iba a darse una ducha y a cambiarse de ropa mientras yo terminaba la copa.
―¿Me esperas?
―Vale.
Regresó a los pocos minutos, descalza, con un vestido oscuro muy escotado y moviendo las caderas de forma incitante y provocadora.
―Oye, Javi, ¿me quieres ayudar a subirme la cremallera?
Pero no dijo Javi de una manera seca e interrogativa, sino con un tono de voz dulce y sugerente; como si me dijera: «Oye, ya que nos han dejado solos, ¿por qué no nos consolamos tú y yo?». Y se puso de puntillas de espaldas a mí, jugueteando, rozándome con su cuerpo casi, como sin querer, ofreciéndome su espalda y sus hombros desnudos. Cogí la cremallera, la intenté cerrar, pero no me dejaba. A cada momento se volvía hacia mí, jugueteando.
―Ten cuidado, que tengo muchas cosquillas. ¿Vale?
Sin dejar de rozar su cuerpo con el mío y mientras intentaba subirle de nuevo la cremallera, se daba la vuelta y seguía con sus jugueteos.
―No me vayas a pellizcar. ¿Vale? Oye, y no me metas mano.
Por fin se quedó quieta y me preguntó algo, sin importancia al parecer.
―¿Cómo llevas eso de la venta? ¿Te gusta?
Por su tono de voz comprendí que al decir «¿Te gusta?» no se refería a la venta, sino a lo que con tanta sutileza me ofrecía. Dejé en paz la cremallera y cometí la torpeza de acariciar la delicada piel de sus hombros y su espalda, y besar su pelo que exhalaba una fragancia embriagadora. De pronto, se despojó del vestido, cogió mi mano y me llevó a su habitación. Al principio, creía que aquello no pasaría de un simple escarceo, pero pronto comprendí que tenía la intención de llevar el encuentro hasta el final, y me sentí culpable. Allí había pasado momentos inolvidables con Graciela, y de pronto sentí miedo; pensé que Pato podía aparecer en cualquier momento y sorprendernos en pleno fornicio; pero ella parecía encantada con la situación.
―Marisol, ¿estás segura de lo que haces? ¿Crees que Pato no vendrá?
―Lo he llamado antes de que llegaras, y el muy gilipollas me ha colgado. O sea, que hoy tengo ganas de coger un buen pedo y pasármelo bien. ¿Quién me manda a mí liarme con ese monigote? Un tío casado, cobarde y mentiroso, que además es mayor que yo. Menos más que has llegado tú, que si no, vuelvo a pasarme otra tarde sola. ¿Qué coño les pasa a los tíos? Bueno, ¿estás preparado? Porque esta tarde corre con los gastos tu amiga Marisol.
―Ya basta, Javier ─pensé para mis adentros─. ¿No ves que es una enferma?
Acaricié su rostro, apartando un mechón que le caía sobre la frente, y sentí cómo sus sienes palpitaban, posiblemente, de miedo o ansiedad. Una insensata piedad se apoderó de mí, mientras ella trataba de rodearme con sus brazos. No lo permití; la besé en la frente con cuidado de no herir sus sentimientos, y le dije que aquello no estaba bien.
―Marisol, tú no has nacido para esto.
―¿Qué quieres decir, que soy una puta?
―No; quiero decir que, para hacer el amor, se necesita amor.
Debió de dolerle mucho mi respuesta, porque se tapó la cara con las manos y se quedó quieta por un momento; luego empezó a suspirar con desconsuelo, puso una excusa y se marchó llorando.
―Discúlpame; tengo que hacer una llamada.
La oí hablar por el teléfono del pasillo unos minutos, y al poco rato regresó feliz, como si hubiera olvidado la lamentable escena que acabábamos de representar.
―Perdona, tienes que marcharte; estoy esperando a un amigo.
―No pensarás hacerlo con él. ¿O, sí?
―Tranquilo; Jimmy es como un padre para mí. Pero antes de marcharte, déjame que mire en el escritorio. Hace unos días que llegó esta carta.