Reflexiones sobre la violencia de género, 02

Por Salvador González González-

Yo recuerdo en mi niñez, de eso hace ya más de seis décadas, que las informaciones sobre asuntos de asesinatos y muertes violentas que eran recogidas generalmente por un periódico que se dedicaba a esto, “El Caso”, no había tantas relacionadas con esa violencia de género; sí los había con herencias, propiedades, celos, odios, de psicópatas y otros. Sobre violencia de género no eran tales entonces; quizás, porque el estereotipo que existía era que la mujer debía ser la esposa fiel, subordinada y dependiente del marido; no daba lugar a considerar las acciones como tales, del marido sobre la mujer; era la regla fijada y, por ello, se veían como normales; las coplas que algunas relataban hechos de estas características, como por ejemplo recuerdo una que hizo furor, “El preso número nueve” -creo de Nelson Ned, que seguro muchos recordarán, en su contenido mensaje, parece más una venganza por la infidelidad de la mujer con un amigo desleal, que consideraba el uxoricida y asesino del supuesto amante, como algo que volvería a hacer las veces necesarias, y que, por tanto, antes de su ejecución no se arrepentía de ello, ni pediría clemencia ni perdón por su acción. Recuerden el contenido de la canción que transcribo:

«El preso número 9 ya lo van a confesar; está rezando en la celda con el cura del penal, porque antes del amanecer, la vida le han de quitar, porque mató a su mujer y a un amigo desleal. Dice así al confesor: Los maté, sí señor; y, si vuelvo a nacer, yo los vuelvo a matar. Padre no me arrepiento, ni me da miedo la eternidad; yo sé que allá en el cielo, el ser Supremo me ha de juzgar; voy a seguir sus pasos, voy a buscarlos al más allá».

Traigo esta canción para comprobar que pese al tiempo transcurrido y ser la razón de los asesinatos cometidos una cuestión de celos, el trasfondo y la sensación de querer asumir el horror cometido, no le produce ningún remordimiento al autor de los mismo. Es más; espera una especie de justificación final, de la que no tiene inconveniente en dar cuenta. ¿Qué es lo que ocurre en la mente del que actúa en la violencia de género para –creo, como en este caso- tomar una decisión de ese calibre, tan monstruosa y no tener ningún límite y resorte que lo detenga?

En otro tiempo, todo el “status quo” establecido jugaba a favor del hombre, de manera que incluso, por ejemplo, se penaba hasta el abandono del hogar por parte de la mujer y no así el del hombre. Por ello, la imagen de sumisión de ésta era la pauta existente. La religión imperante, por otro lado, casi abocaba a la mujer a ser la perfecta ama de casa fiel y subordinada al padre de familia que era poco menos que el rey de la casa. Ello comportaba que la mujer, al menos externamente, demostrara la supremacía del marido, que era el que tomaba las decisiones y a ella no le quedaba más que asentir. Esto, sin embargo, era más teórico que real, pues ese supuesto patriarcado muchas veces ocultaba en el trasfondo un matriarcado, donde la mujer, de hecho, llevaba las riendas de la casa, aunque externamente pareciera otra cosa, por aquello de guardar esa apariencia ante la sociedad de entonces, de manera que normalmente, en la casa, donde de facto la mujer era la que llevaba la administración y control, era la que prosperaba y avanzaba; no sucedía así en la que el marido ejercía un excesivo control sobre las finanzas y bienes de la casa, dejando a la mujer ajena a dicho acontecer, donde la escasez -que era la norma, en la gran mayoría-, la mujer que dirigía la casa se las valía para que esta saliera adelante; no así en el caso opuesto.

Sin embargo, esa posición -como cara de la moneda- tenía su envés, que consideraba de poco hombre al que pegaba o maltrataba físicamente a una mujer. Es más; las represiones físicas, cuando las había, formaban parte de la esfera privada, para que por ello no tuviera repercusión en el exterior; porque, como he dicho, era muy mal visto y catalogaban al que las hacía como poco varonil; se daba, pues, como norma aquello de «Manos blancas no ofenden» (si bien, en este caso, aquel bofetón de mujer tuvo consecuencias cruentas: la primera guerra carlista). De ahí que, externamente, pocos eran los actos violentos de hombres hacia las mujeres. Esta posición de prevalencia externa tenía una contra positiva, también hacia la mujer, y era una galantería hecha cuasi norma social; verbi gratia, ceder el asiento a la mujer en el autobús o en donde no hubiese asientos suficientes para todos; o, al no existir el divorcio como fórmula legal de deshacer un matrimonio por las razones que fuese, el hombre buscaba una excusa y se ausentaba lejos y definitivamente del hogar, dejando casa y enseres en manos de la mujer (se decía popularmente: «Y ¿el marido de tal? Parece que fue a comprar tabaco y debe de haber ido a Cuba a por habanos, porque no ha regresado»). Las apariencias externas, por ello, tenían un considerable valor; de ahí, en cierta forma, el concepto de la honra, sobre todo en la mujer y, por ende, de su buena fama, rozaba casi “lo sagrado”, de manera que cualquier comentario adverso constituía una afrenta insoportable. Recuerden la Dolores y si va a Calatayud (la maña afrentada por una copla, por ser amiga de diversiones, porque fue alegre su juventud; en copla, se vio la Dolores y la flor de Calatayud). De igual modo, el guardar luto por la muerte del marido tenía sus reglas: determinado tiempo sujeta la viuda a un estricto aislamiento; de igual manera, para poder contraer un nuevo matrimonio, eran normas sociales impuestas que limitaban a la mujer en su acción; en cambio, en el hombre, la permisibilidad era prácticamente total, de manera que las casas de tolerancia y prostíbulos, por ejemplo, proliferaban por doquier; aunque, por otro lado, en la esfera de la palabra dada o el contrato acordado, aunque fuese verbal, creaba un compromiso ineludible y no era admisible echarse para atrás de ese acuerdo, que consistía en cerrarlo con un simple apretón de manos, sin que mediara documento escrito. En base a ello, las relaciones extramaritales no eran admisibles y si, como consecuencia de ello, se producía un embarazo, el varón en cierta manera y socialmente estaba cuasi obligado a resarcir lo sucedido, tomando por esposa a la embarazada. Como digo; normas no escritas en muchos casos, pero de obligado cumplimiento social.

Todo esto ha sufrido una auténtica revolución social, de manera que estamos ya en otra realidad, con un giro de más de 180º.

bellajarifa@hotmail.com

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