Por Mariano Valcárcel González.
Ha salido un libro sobre el presidente Trump que, en realidad, no nos dice casi nada que no intuyésemos. Cierto que va a saco, utilizando material acumulado en el archivo de la rumorología y del chismógromo más o menos contrastado, proveniente, sin embargo, de las gentes próximas, incluso que han sido íntimas al mandatario.
Dicen tales cosas que nos las creemos, porque eran las que pensábamos que existían como ciertas. Y no tenemos más remedio que plantearnos la siguiente pregunta: ¿en manos de quién estamos? Pero yo ampliaría su recorrido: ¿en manos de quiénes estamos?
Un patán prepotente y básico, como cualquier abusón de colegio, que no tiene idea ni de política internacional, ni nacional, ni de las obligaciones y dependencias que conlleva el cargo. Que todo lo limita a su capricho circunstancial e inestable y despide a colaboradores (que tal vez pensaron utilizarlo para sus políticas de ultraderecha), en cuanto no le dan la razón. Este está en la presidencia del primer país del planeta, nada más y nada menos. Y cuando otro, igual que él, lanza una fanfarronada, en vez de hacer oídos sordos ante la mamarrachada, lanza otra más sonora y peor, en plan de yo la tengo más larga que tú, lo que da idea cabal del alcance neuronal del personaje.
Hasta ahora, aunque un memo cayese en ese puesto (caso de George Bush junior), estaba rodeado y hasta cierto punto protegido por asesores que mantenían las formas obligadas por las leyes y las costumbres nacionales e internacionales. Pero esto se ha roto, con el peligro que ello representa.
Como he comentado, por ahí anda el otro, un gordopapas bien alimentado de la miseria de su pueblo que, si tuviese vergüenza, adelgazaría solo por no afrentar a sus súbditos; pues súbditos son los coreanos del norte que llevan aguantando a los vástagos de la dinastía comunista (otra fuente de poder monárquico de corte moderno) que van mejorando en caprichosos, arbitrarios, absolutos y megalómanos, amén de crueles y vengativos. Este de ahora, Quim Jon Un, se va apañando sus juguetes nucleares con los que reta, en lo de quien la tiene más larga, al americano del peluquín amarillo. Hay que temerle a este coreano, porque, al igual que se ha cargado a sus familiares más cercanos por si le hacían sombra, cualquier día se levanta con el hígado inflamado y decide intentar una fritura colectiva. Y no es que esté en sus manos el destino de su tierra; es que puede torcérselo a quien menos le interesa.
Nuestro país está dando muestras de personas que ostentan (o quieren ostentar) el poder y que más valiera que se estuviesen en sus casas, cuidando sus negocios particulares y no tratando de enderezarnos los colectivos. Si echamos una mirada por Cataluña, nos encontramos con un lindito de barbilla prominente. ¿Conocen a Arturito?, que, viéndolas venir duras, aparentó dar un paso atrás y colocar en su lugar a un obtuso iluminado, de pocas luces; todos aplaudieron la idiotez, porque creyeron que manejarían a un idiota. Pero siempre se ha dicho: «Si quieres saber cómo es Juanillo, dale un carguillo». Ahí le has dao, Puigdemont; que ahora no te despegan de la vara ni con agua caliente (ni con el agua bendita de Junqueras).
Aznar, el de la trifoto, sabía lo que quería y otros, que con él estaban también; repitió lo del pasaje del Lazarillo: «Lázaro, engañado me has, porque mientras yo comía de dos en dos, tú callabas». Se retiró, cuando hubo comido lo suficiente. Le siguió un picaflor que, elevado al poder en alfombra mágica, se entretuvo en lanzar confeti desde la misma, en perpetua cabalgata de rey mago, confeti y sonrisas. Le dio un subidón tal, que sólo oía los cantos áulicos de sus próximos y próximas, memos por sistema. Al final, alguien le dijo: «Zapatero, a tus zapatos».Que además eran zapatos tuertos. Grandísimo tiempo perdido.
El Patio de Monipodio debía continuar ‑pensaron los adjuntos a Aznar‑ y le inculcaron la idoneidad del registrador de la propiedad ‑señor Rajoy‑, para sucederle. Y le sucedió. Demuestra, día a día, su estilo dinámicamente pasivo, lleno de sentido común, que es el más común de los sentidos, como no se cansa de repetir como un mantra. En manos de un pasivo compuesto, que no tendrá iniciativa alguna que eleve la categoría de su trabajo a arte de gobernar; mera medianía de grisura y calma gallega, que ni sufre ni padece y así se caiga el cielo mientras él crea que lo sostiene. No ve ni la bofetada que le llega desde un lado, creyendo a pies juntillas que bien está lo que bien termina y aquí no ha terminado nada; muy al contrario. Y pretende ser el salvador de la patria, que hasta reclamará algún día tal título (al igual que su mentor pretendió ser el cosalvador del mundo). Pero esa, su España, está ahora mismo en el concierto mundial, en el limbo de los justos.
Mirando otros países, el plantel es deprimente. Porque no me atrevería a calificar de estadistas de talla a ninguno, salvo ‑claro‑, porque por sus hechos los conoceréis y los actos de Putin nos lo presentan en su plenitud. Es un estadista que sabe lo que quiere y se está dirigiendo a conseguirlo. Va moviendo sus fichas y peones y ocupando áreas de influencia tanto físicas como políticas a mayor gloria de la madre Rusia (y él se va convirtiendo en el “padrecito” añorado de tantos siglos de imperio). El zote de Trump se está dejando mecer la cuna, porque el otro le pone el chupete para que se duerma; listo que es. Como estadista, chapó.
Merkel es grisura positiva germana. El francés, surgido con aceleración, todavía no termina de demostrar su valía, por mucho que se le suponga; porque no se define. De otros, dentro de sus propios laberintos nacionales y sus contradicciones, sólo se conocen salidas de tono, barrabasadas, o actuaciones demenciales. Algunos ni están, ni se les espera.
El verdadero estadista obra en el sentido de la totalidad, a la que gobierna y trasciende sus acciones, no con las cortas miras de beneficiarse solo él o su partido. Por ello, denuncio que estamos en manos de menos que mediocres, que no nos llevarán a nada bueno, pues ni saben hacerlo.