Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- El trágico episodio del señor Bueno.
Aquellos meses, el equipo atravesaba una racha excelente y el entusiasmo de los vendedores era incontenible. Paco dejó de preocuparse por encontrar un empleo seguro, se obsesionó con la idea de ganar dinero y hablaba de dedicarse a la venta toda la vida. Soñaba con hacerse millonario y repetía una frase que debió de leer en algún libro de autoayuda, a los que era tan aficionado. «El dinero es el instrumento que nos otorga la auténtica libertad. Cuanto más dinero tienes, eres más libre, porque dependes menos de los otros». A partir de entonces, se hizo muy amigo del señor Bueno, se ofrecía para ayudarle en cualquier cosa que necesitara, pasaban horas hablando de negocios en su despacho y, al final, acabó por ganarse su confianza.
―En serio, Javi ─me decía convencido─; he decidido llegar arriba y llegaré.
Y por esos caprichos del azar, su destino cambió el día que el jefe de ventas sufrió una hemorragia cerebral, sin consecuencias irreversibles afortunadamente. La mañana que nos informaron del suceso, fuimos a visitarlo al hospital. Daba pena verlo; estaba en la cama, inmóvil, con ese humillante camisón que te colocan cuando ingresas, y una vía llena de tubos en el brazo izquierdo. Apenas nos reconoció. El médico le había diagnosticado un ictus; aunque, al parecer, no le dejaría secuelas graves.
―¿Quiénes son estos? ¿Qué han venido a comprar?
No nos reconocía, hablaba con frases inconexas sobre cosas sin sentido, como si hubiera retrocedido en el tiempo y reviviera escenas del pasado. Mensajes que rompían el silencio y volaban por la habitación, como pájaros de mal agüero.
―No hables, Manolo; ya sabes que el médico te ha dicho que no debes hacer esfuerzos ―le recomendaba su mujer―; son tus amigos, que te han venido a ver.
―Soy yo, señor Bueno, ¿no se acuerda de mí? Soy Paco, el de Puerto Real.
Pero él estaba muy lejos de la realidad y seguía con sus ensoñaciones.
―¿Habéis venido al fútbol? Esta tarde juega el Sevilla contra el Madrid.
―Ten cuidado, Manolo; no te muevas o se te volverá a salir la vía de la muñeca ―decía la esposa, mientras le cogía el brazo y lo tapaba con la sábana—.
―¿Cuándo nos vamos? Ya estoy harto de estar aquí ―se quejaba con frecuencia—.