Por Mariano Valcárcel González.
Yo me siento orgulloso de mis hijas.
Vaya, dirán, y yo, y yo… Bueno, bien, pero me explico: me siento orgulloso de mis hijas porque han demostrado y demuestran en el desempeño de sus trabajos una actitud honesta y leal, dando siempre lo mejor que tienen para que su labor sea siempre correcta y desempeñada con eficacia total. No escatiman tiempo ni esfuerzo en llevar a cabo lo que se les exige; es más, no resulta nada raro que vayan más allá de lo exigido.
Y los resultados cantan a su favor.
Es la herencia mejor que yo les haya podido dejar a mis hijas: la honestidad y la lealtad en el desarrollo de sus obligaciones. Y hacerlo lo mejor posible, desde luego hoy día, sin esperar ninguna recompensa; que las condecoraciones y las consideraciones vienen más bien por la labor de escala y peloteo, que por una evaluación crítica de la labor realizada.
No digo que no haya más personas que vayan por esta senda; es que son más bien invisibles y pasan desapercibidas. Por eso, hay muchas con tanto mérito como la que más, pero que nadie se lo da ni se lo reconoce.
Farolear, verbo castizo inmortalizado en la zarzuela, ha sido otro de nuestros deportes favoritos. Cuanto menos, se va a más. Se pregona lo que nunca se fue, se da valor a lo que en realidad no vale nada, se alza la voz o se alza el gesto en sumo desprecio hacia los que, como mis hijas o como yo, son del montón. Se presume virtud y honestidad y, de ello, se hace motivo de vida y existencia.
Hay profesionales ya curtidos en la hipocresía y en la doblez, como norma para llevar la apariencia a sus máximas cotas de desarrollo. Y los hay que se escudan en esa mera apariencia y en sus connotaciones y protocolos obligados, para darle a su vida el barniz de honorabilidad y nobleza que nunca tuvieron.
En mi pueblo, ha surgido recientemente un caso de esos que hacen que uno se muestre cada día más escéptico y escarmentado. Y desalentado también.
Como el caso que contaré está en proceso judicial, y por lo tanto todo queda en un “presunto”, me ceñiré a los datos sin nombrar a nadie. Resulta que un sujeto de los considerados puntales de la sociedad ubetense, por supuesto miembro destacado de alguna cofradía, destacado y destacándose siempre entre los demás en su presencia varal en mano y medalla santa al cuello, en llegadas y salidas de la Patrona local; cantor de loas a sus santos y santas y virtuoso sujeto modelo de tanto varón ilustre de mi ilustre ciudad, que de su natural solía mirar por encima del hombro al ciudadano que no fuese tras su estela de beato militante (no se es de Úbeda, aunque se haya nacido en ella, si no se forma parte de la cofradía de la medalla y del varal). En fin, un honrado y considerado hombre de pro, fuerza viva imprescindible en la casta de los que dictan las normas y costumbres admitidas.
Formando parte de este entorno religiosamente militante, no era nada extraño que estuviese implicado en acciones de ese entorno, como la defensa de la enseñanza concertada (por supuesto la de los religiosos y religiosas, que son los que educan en “valores” intangibles), la pertenencia ‑como digo‑ a diversas cofradías y la colaboración en acciones pías, como la contabilidad de la obra de asistencia social de la Iglesia. Nada que objetar a estas actividades, pues cada uno, en uso de su libertad y su creencia, puede optar por lo que le de la real gana y no tenemos derecho a criticarlo. Cierto es.
Lo que también es cierto es que las personas han de ser consecuentes con lo que dicen, son o creen, y no obrar en contrario (aunque sea secretamente). Porque este sujeto obraba secretamente en perjuicio de lo que se le había encomendado y a lo que debía servir. Aquí entra lo que escribía al inicio. La honradez, la lealtad y la honestidad han de ser las normas de conducta de cualquier ciudadano de bien; pero en uno que se dice cristiano militante y lo manifiesta expresamente, debe también hacer justicia y honor a su creencia.
No ha sido presuntamente esto el caso de este señor. Poquito a poquito, durante años, fue detrayendo dinero del fondo destinado ‑precisamente‑ a ejercer la caridad de la que este presumía. Quitaba el dinero destinado a los pobres para, según ya ha declarado, pasarlo a una empresa de comercio local (que no es suya, sino de otro compinche de su ralea, que ya ha puesto cortafuegos contra el colega), con la caritativa intención de que los empleados de la misma cobrasen sus nóminas.
Absurda justificación. La cantidad de dinero sustraído es bastante alta. Se habla de cientos de miles de euros (!); y ese dinero no ha podido servir únicamente para pagarles durante más de cinco años a unos escasos empleados, como si eso fuese un préstamo a fondo perdido. Que este dinero se ha ido perdiendo entre unas manos y otras es innegable. Pero, eso sí, todas las manos me atrevería yo a decir que eran pías y fervorosas, dada la catadura del sujeto y de los de ese entorno empresarial.
Sepulcros blanqueados los llamó Cristo y, aunque también dijese aquello de que lo que haga tu mano derecha que no se entere la izquierda, me temo que no era precisamente en la intención de justificar las acciones de unos desalmados e hipócritas redomados. O sea, que no; que si detestable y punible es el hecho de estafar y robar, más aún lo es cuando viene de la mano de un sujeto que, hasta que no se publicó el fiasco (pues saberlo ya lo sabían antes los afectados), gozaba de todo el venerado respeto que acá se le da a los grandes beatos locales, siempre rodeados de un nimbo de cuasi santidad. Precisamente, se trata el tema con sordina, para, presuntamente, no mancillar la honorabilidad y el buen nombre de quien durante años se ha servido del dinero que debiera haberse empleado en remediar pobreza y desamparo. Se ha intentado taparlo todo e incluso se pretende revertir la situación, si el sujeto devuelve la cantidad robada (¡el perdón y el olvido inmediato para los de nuestra cuerda!).
No he querido callarme por el respeto que le tengo a tanta persona honesta, cabal, creyente o no, sin otras pretensiones que hacer cuanto puede por sí, por su familia y por los demás, sin perjudicar ni aprovecharse de nada ni de nadie. Santa y calladamente. Porque estas personas son, lo afirmo, los verdaderos puntales de nuestra sociedad.