“Los pinares de la sierra”, 90

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

8.- La ejecución del engaño.

Cogía el teléfono, marcaba el número del despacho y, cuando oía la voz de la señorita Claudia, al otro lado del aparato, empezaba la función.

―¿Señora Anglada…?, de parte de Jaime Velázquez, ejecutivo de Edén Park.

Esperaba unos instantes y continuaba hablando.

―Perdone que la moleste, pero lo hago con la única intención de ayudar a su marido ―hacía una pausa, componía un gesto de condolencia, dirigido a la víctima y proseguía la actuación―. Verá señora, estoy aquí con una dama muy caritativa; le he explicado el difícil momento por el que usted atraviesa y le gustaría dirigirle unas palabras de consuelo.

Aquí empezaba la interpretación de la señorita Claudia, que por méritos propios hubiera podido figurar en el cuadro de actrices de Radio Barcelona. Empezaba con una generosa ración de sollozos y gimoteos, se sonaba la nariz en repetidas ocasiones, hablaba con voz entrecortada, fingía un soponcio descomunal y terminaba con un largo capítulo de gratitudes desde el otro lado del teléfono. Cuando estaba segura de haber conmovido el generoso corazón de su interlocutora, le contaba con pelos y señales el terrible momento en que vivía (que coincidía, punto por punto, con la historia inventada por Velázquez). Y, para finalizar, le pedía su comprensión en aquellos días en que el hijo de Dios visitaba la Tierra para llenar de paz y felicidad todos los hogares españoles.

Con unos adornos de lagrimeo, un fingido desinterés por el dinero y una declaración de fe en la honestidad del señor Velázquez, Claudia terminaba la actuación. Eso sí, había que firmar el contrato aquella misma tarde, porque el quirófano estaba reservado para las siete de la mañana del día siguiente.

Lo demás era muy fácil; se buscaba una parcela de precio medio, junto a la zona ajardinada; es decir, inclinada y orientada hacia el barranco. Velázquez se encargaba de convencer a la familia de que, por orientación y superficie, podría venderse por seiscientas mil pesetas, pero que el precio final lo acordarían en el despacho. Una vez allí, y en presencia del marido, Velázquez insistía en que su precio era de seiscientas mil pesetas o más, pero que (esto lo decía bajando la voz) estaba autorizado a vender por la mitad.

La señorita Claudia se ponía a favor del matrimonio, les aconsejaba que regatearan un poco más…, y la operación se cerraba en doscientas cincuenta mil pesetas. O sea, su precio. Es decir, el valor fijado por la dirección comercial de Edén Park.

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