Por Mariano Valcárcel González
Estuve visitando un centro comercial, yo diría macrocentro, en una de nuestras capitales andaluzas y no pude menos que asombrarme tanto de la superficie ocupada como de la cantidad de gente que allí acudía, tal que siendo sábado y al mediodía ya no se podía comer en ninguno de los locales de comida más o menos rápida o tipo americano, que era lo que predominaba; si al mediodía estaba así aquello, pensé, cómo se pondría por la tarde…
Todo me llevó a pensar en el tema de la sociedad de consumo y de sus consecuencias y efectos. Y también en quienes pretenden que desaparezca de nuestras costumbres y vidas.
Es puro consumismo elevado a catedral un centro comercial de este tipo, a la vez que queda en recoleta y humilde ermita la venta minorista de barrio. Es casi un monopolio que termina con quienes no pueden competir, cierto. Es un polo de atracción fatal. Es la hoguera de las vanidades pedestres.
Empiezo por lo más obvio: en ese centro comercial había muchos puestos de trabajo… Sí; que sí, que es verdad que gran parte de ellos lo son o precarios, o de bajos salarios, esto es verdad (luego entraré en el tema); pero hay una realidad incontrovertible que es que, si no existiese ese centro, estos puestos de trabajo no se habrían creado, ni ningunos otros por desgracia, y habría muchas personas que engrosarían nuestras colas del paro; personas ‑en general‑ jóvenes.
También es obvio que estos centros comerciales promueven el comercio, las transacciones económicas minoristas que mueven el dinero de la mayoría de los ciudadanos, los que no invierten en nada porque no pueden, los que no lo tienen en paraísos fiscales, pero que hacen que la economía funcione. Este comercio también crea riqueza económica.
Se fomenta la producción, transporte y comercialización de bienes de consumo. Se pueden así mantener estructuras fabriles, de logística, fomentar la cadena de transportes y, con ello, aumentar la demanda de comunicaciones, vías, redes de información y decisión interconectadas telemáticamente… Claro, hay que mirar con lupa qué, dónde, cómo (pero eso lo comentaré luego).
Se permite la iniciativa de emprendedores que quieren formar su propio negocio, o su empresa y que luego encuentran salida a sus productos en estos centros comerciales.
Que existan este tipo de conglomerados y se dediquen a lo dicho, no quita el que sea verdad que, bajo su manto, amparan la explotación del trabajador. En realidad, no debiera ser forzosamente así, pero ya nos hemos acostumbrado a ello y hasta lo vemos normal. El volumen de ventas que se realizan en esos lugares, especialmente en campañas específicas (Navidad, rebajas…), debe dar margen para ganancias, incluso si los salarios de los empleados son decentes, en especial en esas tiendas pertenecientes a multinacionales, de ventas millonarias. Pero como estamos acostumbrados al empresariado egoísta y voraz de nuestras tierras, y llorón mientras llena su cazo, ya casi nos parece normal. Crean trabajo, que lo crean, pero a bajo coste.
También no se puede negar que muchos de los productos que se ofrecen están elaborados en países del tercer mundo, donde los costes de producción son absurdamente bajos, y también porque las materias primas son baratas; consumimos productos que se nos ofertan porque en otros lugares hay personas explotadas casi en régimen de esclavitud. No nos paramos a pensarlo, pero es así de tremendo. Se nos dice que, si no fuesen tan baratos de producir esos productos, no los podríamos comprar a precios razonables; pero es que es mentira. Porque, del coste inicial hasta el que llega al escaparate de nuestro comercio, hay un abismo; hay una profundidad oscura donde se hunden comisiones, porcentajes, tasas, impuestos, ganancias de muchos que intervienen en la cadena (incluidas las inevitables y sustanciosas ganancias del comerciante final, del dueño de esa tienda). Los productos podrían estar más baratos, e incluso los obreros, que los fabrican, podrían ganar más sin que el género mermara ni empeorase de calidad; pero eso no es lo que les interesa contarnos.
Este consumo necesario y, a veces, superfluo se podría regular y corregir, evitando sus efectos negativos. No a la manera de la regulación de la economía controlada tipo comunista, al menos no como la experiencia ha demostrado, porque llevaría otra vez al monopolio de productos muy restringidos y especiales para las élites y también muy restringidos ‑pero básicos‑ para las masas, y a sus carencias intermitentes o ya endémicas, porque la producción y luego su comercio queda estancada. Así se volvería a lo que algunos dementes sueñan: a unas épocas donde lo principal sería la masa trabajadora, haciéndolo para meramente subsistir sin otros alicientes ni ayudas para soportarlo (bueno, el capitalismo desaforado nos lleva a lo mismo; ese es su error).
El control empieza también por evitar la explotación y degradación del planeta. Para producir bienes de consumo y comercializarlos no hace falta cargarse los recursos naturales. Este es otro mal que se debe evitar y no puede seguirse en el discurso de que, si queremos progreso, debemos aceptarlo. Fabricar se puede sin acudir al saqueo de las materias primas; porque, precisamente hoy día, la tecnología nos da alternativas y es cuestión de llevarlas a cabo con decisión. Ni las energías deben ser inevitablemente contaminantes o no renovables, ni quienes las consumen tienen por qué contaminar con sus desechos. Podemos consumir a un ritmo razonable y reciclar o reutilizar también, que ‑al fin y al cabo‑ puede ser otro nicho de empleo y comercialización.
Vamos como locos al centro comercial y formamos parte de una maquinaria compleja, que tiene muchos componentes y a muchos afecta. Que se mueve porque está viva y permite a muchos vivir. Y eso es lo importante.