Por Mariano Valcárcel González.
Recordándome de la muerte del pintor ubetense Marcelo Góngora, entro en reflexionar sobre este y también sobre otro pintor muerto igualmente, también de Úbeda, tan diferente al anterior, Domingo Molina.
Sí, sus pinturas eran radicalmente diferentes, distintas. Curioso; tal vez fueron los dos artistas contemporáneos con más proyección interior y exterior de Úbeda. Los dos y tan diferentes. Los conocí y traté someramente, porque nunca pertenecí a sus círculos íntimos ni al clan tan extendido en la ciudad de aduladores del uno o del otro que pudieron tener, con más o menos entendimiento sobre sus trabajos (que creo que en determinados casos ni entendían ni apreciaban). Diferentes también como personas.
Domingo Molina era la discreción hecha carne, la educación viva, la deferencia y el trato cortés. Pasaba con tal suavidad que casi se hacía invisible… Yo estuve en su compañía en la Escuela de Artes y Oficios, cuando hacía una especialidad y él era profesor de la misma, y ahí charlábamos mientras él pintaba y yo realizaba algún trabajo… A veces me llamaba para que experimentase con él ciertas estructuras o materiales, que nos poníamos manos a la obra y se nos iban las horas muertas. Como anécdota, recuerdo el día en que le comenté si no hacía falta “colocarse” un poco para alcanzar ese punto necesario de inspiración que hace crecer la obra genial (como sabemos, por otra parte, sucedía con algunos de los más importantes artistas conocidos); me miró muy serio y sólo me dijo: «No». Su trabajo, pues era de lo más racional, calculado y alejado de súbitos arranques de supuesta inspiración.
Su pintura había llegado a una deconstrucción formal que, a veces, entraba de lleno en la abstracción y para muchos, por lo tanto, incomprensible. Volúmenes y formas a veces poderosas. También variaba según lo encargado hacia la figuración, pero bajo su prisma visual y material. El uso de los colores también era significativo, casi primarios con gran saturación. Su pincelada era breve, avanzando casi de puntillas, luego de un trabajo previo de parcelación del lienzo. Era muy metódico y no intentó nunca dar gato por liebre.
Su vida fue sencilla e íntima.
Por el contrario, Marcelo Góngora hasta en lo físico era desmesurado. Alto, guapo, ¿a qué negarlo? Rompió corazones queriendo o sin querer, pública o secretamente (me refiero a los corazones rotos, no a su conducta); creo que le encantaba encantar. Y cantar. Es curioso; también creo que en estos años pasados se encontraba más a gusto, más realizado, acudiendo a sus citas en el escenario con su grupo, sobre todo en feria, y ponerse a cantar tangos y boleros. Se le notaba. Y ponía empeño en ello. Se sabía correspondido; tenía un buen club de fans.
Tanto empeño, como mínimo, al que ponía en sus cuadros, en sus obras.
Como he escrito, era la antítesis del otro. Marcelo era el realismo virtuoso, llegando al hiperrealismo. Pero sus cuadros, los más sentidos, eran oníricos o tenían ese toque mágico que dan las sombras adivinadas o, mejor dicho, sentidas. Las sombras de un mundo en apariencia perdido. Por las pinturas más personales de Góngora, transcurría el tiempo, el de su infancia, el de su barrio, sus casas, el de sus seres… No olvidaba sus orígenes, desde luego humildes, y le quedaba un poso de la desconfianza del que ha sufrido. Hacía también muchos trabajos alimenticios que resolvía con oficio, pero eran sólo eso, trabajos sin alma de los que poseía catálogo; ¿quién en tiempos no había presumido de tener una sepia de Góngora?
Lo visité alguna vez en su estudio (al igual que a Domingo Molina) y ahí, cuando se le hacía algún reportaje, rechazaba aparecer en el mismo y no creo que fuese por timidez. ¿Acaso era tímido cuando se exhibía en el teatro o cuando cantaba?, ¿o tal vez en esos momentos fuese otro Marcelo en realidad, distinto al pintor, distinto al paisano…? Hacía indicar que lo importante eran sus cuadros, no él. Como vecinos que fuimos de barrio, siempre se recordaba con cariño especial de mi hermano Pepe (más o menos de su misma edad), sabiéndolo tan frágil en su minusvalía, en los tiempos en que frecuentaba el taller de Palma Burgos y de Cuadra en la plazoleta del Jodeño (plaza de Josefa Manuel). Para mí, que ese era el Marcelo Góngora más auténtico.
Curiosamente, los dos pintores coincidían en algo; sí, los dos, según mi parecer, eran demasiado ubetenses.
Tan de Úbeda que no se atrevieron a salir de ella, a dejarla. Los dos tuvieron la oportunidad pues, en su momento, sus trabajos fueron difundidos, expuestos y muy bien considerados por la crítica (lo que quiere decir por los que manejan y se enriquecen en el cotarro del mundillo del arte). Pero para lograr sacudirse el yugo de la tierra, para zafarse del sentimiento patrio (la patria como lugar paterno en su verdadero sentido) hay que vender el alma al diablo y ellos no estuvieron dispuestos a hacerlo. Por eso, se quedaron por los cerros de Úbeda en esta zona lateral del mundo, con sus gentes, su familia, sus sueños y recuerdos. Y con sus pinceles y espátulas, sus botes y tubos de pintura, lienzos, caballetes, maniquíes, en el trabajo diario en el estudio, rodeados de cuadros.
Los estudios de un pintor debieran ser como antaño las reboticas, zonas de intercambio, de charlas más o menos distendidas y solemnes, de cultura; centros de civismo. Los estudios de pintor debieran remitir a la creación de arte por el arte, verdadero y no falsario; arte que pretendiese ir más allá (aunque no se consiguiese, que no todo artista verdaderamente lo es, aunque lo intente o así se califique) del mero cambio monetario.
No sé si existirá proyecto o idea alguna o cuáles han de ser las intenciones de sus familiares respecto a sus obras. No sé si, algún día, esas obras, las de cada uno o las de los dos, puedan ser expuestas en exposición permanente. Ahora mismo se expone en el Hospital de Santiago una monográfica de Góngora (no me atrevo a decir museo), pero hay que tener en cuenta que el tiempo pasa y la memoria es frágil y aquél corrosivo. Nos iremos distanciando poco a poco de lo que hicieron y de lo que queda y sería una pena y una injusticia. Espacios no creo que falten.