Por Dionisio Rodríguez Mejías.
7.- ¡Milagro! ¡Milagro!
Dejamos el restaurante, cogimos el autocar y salimos hacia la finca. Todos llamaban la atención de sus clientes sobre la compactación de la entrada, los bordillos, las obras de la piscina y de las pistas de tenis. Las primeras parcelas en venderse fueron las mías. Recuerdo que aquella mañana fueron tres, aunque, a la vista de mi fracaso con el señor Recasens, no quise lanzar las campanas al vuelo.
«¡Señor Bueno, cuando pueda! ¡Señor Bueno, por favor!». Aquello era una locura de voces y carreras. El polvo que levantaban los autocares, y los coches de los jefes de venta corriendo de un lado a otro para atender las llamadas de los vendedores, hacían que el aire fuera irrespirable. Y de pronto, ¡el delirio! Parcelas noventa, noventa y dos, y noventa y cuatro… ¡vendidas! No se paren en la calle y pasen a las parcelas siguientes, que estos terrenos ya son propiedad privada. Los clientes iban de estampida de aquí para allá, desconcertados, como un ejército en desbandada bajo el fuego de la artillería enemiga. Después de casi una hora de trasiego y de conducir a las familias de un sitio para otro, cesó la algarabía y se formó el círculo para el sorteo. Con aparente tranquilidad, el señor Bueno ocupó el centro del corrillo y empezó su intervención:
―Señores, como todos ustedes saben, hoy es la festividad de la Virgen del Pilar.
¿De acuerdo?
―¡Sí! ―contestaron los vendedores como una sola voz—.
―¿Hay algún maño entre los presentes?
Tras unos instantes de silencio, se oyó, tímidamente, la voz del señor Cuartero.
―Sí, señor; un servidor es aragonés.
―Y me imagino que será devoto de la Virgen del Pilar. ¿O no?
En respuesta, el señor Cuartero se desabrochó el cuello de la camisa y mostró una medallita de la imagen, visiblemente emocionado.
―Muy bien, muy bien. Y ¿usted ha comprado ya, o aún lo está pensando?
―No señor; un servidor no ha comprado.
―De acuerdo; pues pídaselo a la Virgen con mucha fe, y esperemos que sea ella quien le conceda el premio, si éste le ha de resultar rentable y provechoso. ¿De acuerdo?
―Sí, señor ―respondió muy serio el señor Cuartero—.
―Nosotros tenemos muy mala suerte ―advirtió la esposa―; nunca nos toca nada.
Uno a uno, todos los clientes depositaron la papeleta en una bolsa y, cuando estuvo completa, se la entregaron al señor Bueno. La agitó a la vista de todos, permaneció unos instantes en silencio, para darle emoción al acontecimiento, y llamó a un niño de unos cinco o seis años. El niño cogió una, con los ojos cerrados, y se la entregó al señor Bueno. Pausa emocionante y pregunta obligada: «¿Quién les parece que debería leer el nombre del afortunado?». Paco pidió a voces que fuera su cliente, y el resto de vendedores empezó a gritar, adhiriéndose a la propuesta: «¡El aragonés! ¡El aragonés!». Sin abrirla, el jefe de ventas entregó la papeleta al señor Cuartero.
―Señor, ¿sería usted tan amable de leer el nombre del afortunado?
Nunca había visto nada parecido. Desplegó la papeleta, leyó su nombre y, a punto de romper a llorar, cayó de rodillas besando la medallita sobrecogido por la emoción.
―¡Milagro! ¡Milagro! ―gritaba Paco, abrazado a su cliente―. Esto es una señal del “más allá”.
Mientras tanto, la esposa del afortunado, de rodillas a su lado, le cogía la cabeza sin cesar de repetir: «Enrique, ten cuidado que te va a dar algo y no he traído las pastillas».
―¡Un santo, un santo! ―repetía Paco, conteniendo la risa a duras penas—.
Sin dar crédito a lo que acababan de presenciar, primero los vendedores y después los clientes, felicitaron al afortunado y, entre todos, consiguieron que se apaciguara.
La esposa agradecía las muestras de cariño de los presentes y el señor Bueno, con su bloc de pagas y señales en la mano, se abrazó a Cuartero que, al comprobar tanta bondad, volvió a sollozar, fascinado por el prodigio que acabábamos de presenciar.
―Obra de la Virgen, sin duda alguna ―repetía Bueno mientras apuntaba, en la opción de compra, los datos del carné de los esposos―. Se cuenta y no se cree, señor Cuartero. Yo también quiero tener un detalle con usted y le reservaré la parcela que hay frente a las tres que acaba de comprar su cuñado, el señor Font. Usted, que es un hombre de orden y principios, sabe aquella máxima que tantas veces repetían nuestras madres cuando éramos pequeños: «La familia que reza unida, permanece unida».
―Sí, señor ―añadió Paco―. Los males de la humanidad se deben a que hoy la Virgen ya no está presente en el corazón de las familias. ¿Verdad, señora? A mí me lo decían las monjas en mi tierra.
―¿Tú, de dónde eres hijo mío?
―Yo soy de Cádiz. El domingo pasado fue la festividad de la Virgen del Rosario, nuestra santa patrona. Y ¿sabe usted lo que me pasó?
Mientras Paco entretenía a la señora con una de sus historias, inventadas, el señor Bueno rellenó los documentos pertinentes, y el señor Font le entregó gentilmente un talón de veinticinco mil pesetas para cumplimentar la paga y señal de su cuñado.