Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Un cliente desdeñoso.
Arrancó el autocar, y cuando ya me disponía a hablar de todo aquello que nos habían dicho en el cursillo, el señor Recasens, sin prestarme la menor atención, abrió “La Vanguardia” con aire distante y se puso a leer el periódico tranquilamente. Traté de ser amable, entablar una conversación entretenida y preguntarle si había podido aparcar con facilidad y si medía la distancia en tiempo o en kilómetros, pero él continuaba absorto en la lectura, como si no me viera, y no pude decirle que en ocasiones se tardaba más de dos horas en llegar a Castelldefels. Tras unos minutos sin saber qué decir y en un intento de iniciar una conversación, me armé de valor y pregunté:
―¿Algo interesante?
―Lo de siempre ―respondió―.
Pero aquel «Lo de siempre» era sinónimo de «No me toques las narices y déjame en paz».
Cuando, después de tragar saliva, intenté asomarme por encima del periódico, para hablar con la señora, que iba sentada junto a la ventanilla, Ortega, un vendedor veterano, que ocupaba las dos plazas contiguas a la mía, elevó el tono de voz, y empezó a bromear con sus clientes. Yo no sabía qué hacer al verlo tan feliz, hablando por los codos y siguiendo, uno por uno, los puntos del cursillo.
Si para vender se necesita divertir a los clientes como hace este compañero ―pensaba para mis adentros―, tengo el futuro más negro que un pavo en Navidad.
Estábamos llegando a la salida de Mataró, cuando Miguel consultó su reloj, dijo que solo quedaba media horita para llegar y completó el punto con la preceptiva reflexión.
―Hoy en día, una hora no es distancia. Es lo menos que se puede pedir para dejar atrás la venenosa polución de las grandes ciudades. ¿Verdad que sí?
Como aquellos señores manifestaron su total conformidad, no hizo falta insistir; les explicó lo de Castelldefels para que el argumento quedara redondo y santas pascuas. El señor Recasens, que ya había terminado de leer el suplemento cultural de “La Vanguardia”, me miró muy seguro de sí, y me dijo amablemente:
―¿Por qué no se sienta?
¿Cómo me iba a sentar si todos mis compañeros estaban de pie, charlando animadamente con sus clientes? Me daban ganas de quitarle “La Vanguardia” de las manos a aquel maleducado y tirarla por la ventanilla. Pero aquello no tenía trazas de acabar; las dos o tres veces que intenté hablar con la esposa, volvió a insistir en que me sentara, no fuera a caerme en caso de que el autobús diera un frenazo de repente. Apenas pude enhebrar tres palabras seguidas hasta que, poco antes de las once, llegamos a la explanada de una masía del siglo XII, que tenía unos arcos en la fachada y dos tinajas una a cada lado de la puerta, como dos guardias que custodiaran la mansión.
Empezaron a bajar los clientes y nosotros tras ellos, sin separarnos ni un momento. Una vez fuera del autocar, mis compañeros empezaron a hacer inspiraciones profundas: «Respire, respire ―decían a los clientes―; disfrute del aire del campo» y ellos los imitaban, haciendo exageradas inspiraciones, como si estuviéramos en la sala de partos de un hospital.
Por un sendero de tierra, estrecho y sin asfaltar, caminamos unos cien metros, hasta llegar a un cuerpo anexo a la masía, en el que había una espectacular chimenea, y un salón rústico a continuación con el suelo de piedra ―antigua zona de cuadras―, en donde estaban preparadas unas mesas de madera con los típicos manteles a cuadros de color azul, y sobre ellos los platos con jamón del país, pan con tomate, una botella de vino tinto, los vasos, los cubiertos, las servilletas y una jarra de agua, que nadie probó.