Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Los problemas del debut.
Yo trataba de escurrir el bulto como podía, miraba a Paco y aceleraba el paso, a ver si dejábamos atrás al jefe de ventas; pero él nos cogió del brazo y así nos llevó hasta la barra de Los Intocables, que estaba desierta cuando llegamos, pero que enseguida se llenó de gritos, risas, bromas, cafés y copas de 123 con hielo, que era la bebida preferida del señor Bueno. Yo no tenía muy claro que un pelotazo de coñac a aquellas horas, con el estómago vacío, pudiera darme suerte; pero cerré los ojos y me la tomé casi de un trago, como mi amigo Paco, que no se separaba de mi lado.
Recuerdo la expresión de felicidad y confianza que tenía aquella mañana. Aunque, en mi opinión, las metas que se planteaba eran demasiado altas, pensé que quizás las podía conseguir, gracias a ese talante suyo, un poco calavera, que le otorgaba una gracia especial y cierto poder de seducción. Claro que una cosa eran sus salidas ocurrentes y otra muy distinta vender una parcela cada fin de semana. Mientras tomábamos la copa, se nos acercó un veterano, que me miró con suficiencia y dijo con cierta socarronería.
―Hombre, tú debes ser el nuevo. Me han dicho que eres amigo de Paco y que tienes grandes proyectos de futuro. No permitas que te engañen. Esta profesión es más difícil de lo que parece, y nadie se hace rico con la venta. Vender una parcela en una mañana no es tan fácil como tú crees. ¿Te has fijado en esos de ahí? ―dijo señalando a cuatro que estaban en un extremo de la barra―. Pues fíjate bien, porque son vendedores de toda la vida: tienen experiencia, dominio del cliente, y poder de convicción. En cambio, no venden más de dos parcelas al mes. Hazme caso; no pierdas el tiempo y márchate. No conseguirás hacer ni una operación, te lo digo yo.
Hacia las nueve menos cuarto empezaron a llegar los clientes más madrugadores. Pagamos la consumición, cogimos las carpetas y salimos del bar para proceder a la recepción. Como a esa hora apenas había gente por la calle, no era difícil identificar a los visitantes. Cuando veíamos llegar una pareja con cara de no saber adónde iban, nos acercábamos, les dábamos los buenos días y preguntábamos respetuosamente: «Señores, ¿vienen ustedes a visitar nuestra urbanización?». Si decían que no, nos excusábamos y asunto resuelto; pero si respondían que sí, los acompañábamos hasta donde estaba el señor Bueno y se los presentábamos con estas palabras: «Señor Bueno, le presento a los señores Recasens, que vienen a visitar nuestra urbanización». Él consultaba la lista de visitas en su carpeta y llamaba al vendedor que tenía asignada la familia, que en este caso era yo. Ningún detalle se dejaba al azar. Habían pensado hasta en la forma correcta de subir al autocar. Antes de hacerlo, para evitar que se acomodaran donde les pareciera, les pedíamos disculpas con estas palabras: «Señores, permítanme que suba yo primero, porque ya sé cuáles son las plazas que tienen reservadas». Y los colocábamos en las primeras que estuvieran disponibles, de delante hacia atrás, dejando libres los asientos posteriores a cada familia, para evitar que un comentario negativo perjudicara una posible operación. El sitio de los vendedores era el pasillo; debíamos ir de pie, apoyados en el respaldo de las localidades que ocupaban los clientes, y hablando con naturalidad, como si nos conociéramos de toda la vida. Solo teníamos que sentarnos en caso de que se acercara un coche de la Guardia Civil.
Cuando todos estuvieron acomodados, Marc Arumí, jefe del autocar, pasó por los asientos ofreciendo pastillas de Biodramina; luego se acercó al chófer y le entregó un billete de cinco duros, con mucho disimulo.