Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- Actitud.
La compra es una de las aspiraciones más profundas del alma humana. El dinero no tendría ningún valor si no nos permitiera adquirir lo necesario para satisfacer nuestros caprichos. Por eso, la venta es la droga más adictiva y fascinante del mundo. El reto consiste en pertenecer a un gran equipo y competir con los mejores, con los más ingeniosos, con los más listos. Cuando empecé a vender tenía muy claro que yo no era más inteligente que mis compañeros, pero sabía que era más ambicioso, que tenía más fe en el triunfo, y que quería ganar más dinero que ellos. Tuve una infancia muy difícil, y aprendí desde pequeño que no podía rendirme, que si ponía confianza e ilusión en lo que hacía, podría alcanzar las metas más altas. El ansia de triunfo es algo que se lleva en el alma, y para lo que no importa lo alto o lo fuerte que uno sea. Para triunfar solo cuenta el corazón, la sangre fría, el alma que se pone en cada frase y en cada palabra. Vender es la sustancia más adictiva que podemos consumir, y el triunfo es el éxtasis más increíble que sentimos en nuestro interior.
¿Estamos de acuerdo?
─Sí, señor ─respondimos convencidos—.
A partir de ahí entró en los prolegómenos del cursillo: nos explicó las pautas que debíamos seguir a la hora de recibir a las familias, la manera de presentarlas al jefe de ventas, cómo acomodarlas en el autocar y otros detalles protocolarios, que formaban parte del proceso y que era importante tener en cuenta. Me asombraba el extraordinario cuidado con el que pronunciaba cada palabra y cada frase. Ni un solo detalle dejaba al azar. Llevábamos allí casi dos horas cuando miró al reloj, debió de notar que algunos estaban cansados y dio la sesión por terminada, recordándonos que el cursillo continuaría al día siguiente a la misma hora.
─Señor Bueno ―pregunté muy interesado―, ¿puedo llevarme el cuadernillo a casa para estudiarlo a fondo?
─No es necesario; no se trata de aprender de memoria la teoría, sino de poner afecto en cada palabra, transmitir ilusión, mirar a los ojos del cliente, observar sus reacciones y tener poder de convicción.
Dos compañeros dieron las buenas noches y se despidieron, pero yo no tenía prisa y preferí quedarme para aclarar unas dudas y felicitar al jefe por su charla.
─¿Por qué no continuamos hablando en Los Intocables? ―propuso el señor Bueno, seguro de que allí encontraríamos a algunos compañeros―. Excepto los dos que se habían marchado, bajamos al bar y, mientras tomamos la cerveza, expusimos las dudas que nos parecían importantes.
Pronto se sumaron al grupo tres o cuatro vendedores veteranos, entre ellos mi amigo Paco Portela. Por ellos, me enteré de que al jefe de ventas le habían puesto un apodo: Manolo, “El Nervio”.