Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Cantos de sirena.
Estaba claro que solo vivía pensando en el dinero. Al principio, no se le notaba tanto, pero poco a poco fue cambiando. Ya no sonreía tanto como antes; al contrario, parecía que siempre estaba de mal humor. Empezaba a conocer la cara oculta de la ciudad, y se encontraba bien entre aquellos oportunistas capaces de vender a su padre por dinero. La influencia que ejercían sobre él aquellos aprendices de timadores, a los que tanto admiraba, solo pueden comprenderla los que para resolver problemas de personalidad, o por disconformidad con la clase social en la que viven, se unen a movimientos sectarios, en edades tempranas, seducidos por utópicas promesas y fantasías.
Mientras rellenaba el impreso, y abría la cuenta que me había encargado, me hacía inquietas reflexiones por haberme comprometido a participar en aquella aventura condenada al fracaso. No sentía yo esa fascinación que, según se dice, ejerce el dinero en la juventud. A mí, lo único que me atraía de verdad era terminar mi carrera; lo demás eran seducciones pasajeras de esas que no dejan en nosotros la menor huella. Pero no tardó en hacerme la pregunta que me esperaba.
―Bueno, Javi, ¿cuándo quieres empezar?
―Déjame que lo piense y la semana que viene te diré algo.
―¿Cómo? ¿Ahora te vas a echar atrás? La próxima semana hay cursillo, y me ha dicho el señor Bueno que te espera. No me puedes dejar mal. ¿Vale? El próximo martes nos vemos a las siete en Los Intocables. ¿De acuerdo?
Por una parte, me preocupaba mi falta de carácter para decirle, con claridad, que no contara conmigo; pero, por otra, no me desagradaba la idea de ganar algo de dinero y conseguir cierta experiencia comercial. Durante el día, no dejé de pensar en el asunto ni un momento, no había sido capaz de decirle que no; y el martes, unos diez minutos antes de las siete, ya estaba yo en las oficinas de Edén Park. Me sorprendió que el señor Bueno se acordara de mi nombre y mis dos apellidos. Lo saludé con mucho respeto y me entregó un cuadernillo para que lo hojeara mientras empezaba la sesión.
―Espérate en la sala de ventas, que empezamos enseguida.
Por fin, iba a conocer los recursos ocultos de la venta ―pensaba yo―. En la sala, dos señores, algo mayores que yo, leían un cuadernillo con las cubiertas azules, como el que me acababan de entregar. Les di las buenas tardes y me senté. Al instante, llegaron otros tres con sus cuadernos en la mano, que también saludaron y se pusieron a leer en silencio. En total, éramos seis. Lleno de dudas ante el inicio de mi nueva actividad, lo único que me gustaba era el aire informal de aquel trabajo y la desenvoltura del señor Bueno, un pícaro de novela, del que se contaban maravillas. Para infundirme ánimo, empecé a pensar que, quizás, al lado de Paco podía descubrir un mundo apasionante y darle un nuevo giro a mi vida. A mis veintitrés años, solo conocía los cines que había cerca de mi casa; la plaza de la Universidad y el Paseo de Gracia, donde estaba ubicado el Banco Ibérico. Hasta entonces, mi vida había sido aburrida y monótona como un velatorio. No tenía hermanos ni amigos de mi edad. Los sábados por la tarde, esperaba a Paco en la puerta de Nostre Mon, pagábamos la entrada y tomábamos el cubalibre de garrafa que estaba incluido en el precio. Yo siempre he sido un poco patoso, pero él aprendió a bailar el rock and roll y se hizo amigo de Nina, una morenita, muy alegre y muy guapa, con la que se entendía de maravilla. El año anterior, en las fiestas de Gracia, se organizó un concurso de rock en la plaza del Sol y los declararon pareja del año. Les dieron un premio en metálico y les impusieron una medalla que Paco conserva todavía. En cambio, yo pocas veces conseguí bailar dos piezas seguidas con la misma chica.