Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- De un modo u otro, todos somos vendedores.
El señor Bueno me saludó muy sonriente, me preguntó que si había vendido alguna vez y le dije que no. Pero él no se quedó tranquilo con la respuesta.
─¿Está seguro? A ver, usted a qué se dedica.
─Trabajo en un banco y estoy en tercero de empresariales.
―Muy bien; y cuando uno de sus clientes le dice que quiere cancelar una cuenta y llevarse el dinero a otra entidad, porque le pagan más intereses, ¿qué responde usted?
―Procuro suavizar la situación.
―¿Lo ve? Usted debe de responder que en ocasiones hay que anteponer la seguridad a los beneficios; que su banco es muy sólido y que el hecho de que en otros paguen un interés más alto, quizás se deba a la falta de liquidez. ¿Verdad que sí?
―Sí, señor.
―Muy bien; pues, eso que usted hace se llama vender, palabra que se parece mucho a convencer. O sea, que si lo hace en su trabajo, también podría hacerlo aquí, perfectamente.
Le dije que agradecía su oferta y que lo pensaría; le expliqué que yo no era tan abierto como Paco, ni tenía la gracia de mi amigo. Y también le conté cómo se las arregló, para convencer a la secretaria de la facultad para que lo incluyera en el trabajo.
―Qué le vamos a hacer, yo no tengo su gracia ni su simpatía.
─Señor Aguilar, si usted quisiera podría ser un fenómeno de la venta. Lo digo yo que he conocido a unos cuantos aspirantes, como puede imaginar. La venta no solo consiste en hacer bromas y decir chascarrillos ingeniosos. ¿Sabe por qué las iglesias y los bancos tienen esos edificios tan espectaculares? Pues para transmitir confianza a sus fieles y a los que depositan en ellos su dinero. Lo más importante que ha de hacer un vendedor es transmitir credibilidad y confianza. ¿No le parece?
Permaneció unos momentos en silencio, observándome con atención.
―Mire usted; para vender se requiere un don especial que solo tienen los elegidos. El problema es que muy pocos saben que tienen ese don, como creo que es su caso. Es una pena, porque si confiaran en sus posibilidades, podrían ganar fortunas con su enorme potencial.
Con la entretenida charla, no nos dimos cuenta de lo avanzado de la hora, hasta que el señor Bueno miró al reloj y dijo que había llegado el momento de cerrar la oficina. Estrechó mi mano con afecto y, cuando nos marchamos, me invitó al acto de reparto de premios que tendría lugar el viernes siguiente, a las siete de la tarde.
─No lo olvide. Cuento con usted. ¿De acuerdo?
─Sí, señor.