Por Dionisio Rodríguez Mejías.
En el Casco Antiguo de Barcelona, detrás de la basílica de Santa María del Mar, se encuentra “El Fossar de las Moreras”, una plaza edificada sobre un antiguo cementerio, donde enterraron a los caídos en la última batalla de la Guerra de Sucesión en 1714. Me gusta, sobre todo en otoño, recorrer aquellas callejuelas, visitar basílica, pasear por la plaza ―convertida en templo del nacionalismo secesionista―, y andar de vinos de tasca en tasca. Pues bien, no hay día que no me encuentre, durante el recorrido, a tres o cuatro grupos de chiquillos de seis o siete años, sentados en el suelo y comiéndose un bocadillo, mientras una joven mal peinada, con su mochila sucia y las zapatillas deportivas hechas un asco, los alecciona sobre los hechos acontecidos allí hace más de trescientos años. Siempre le pregunto a mi mujer:
—¿Qué ideas les estarán inculcando a las criaturitas?
—Ya te las puedes imaginar ―responde ella—.
Al llegar el buen tiempo, nos gusta salir de la ciudad, recorrer los pueblecitos de la costa, y comer en alguna terraza, frente al mar, tomando el sol. El sábado pasado estuvimos en Sitges. ¡Qué pueblo Sitges! Qué maravilla de calles: terrazas, tiendas, museos, palacios, la muralla y el mar salpicado por las alas blancas de los veleros. En el restaurante, coincidimos con dos chicas jóvenes y, como uno es como es, acabamos juntando las mesas y contándonos la vida. Una de ellas era arquitecta, tenía una hija de nueve años, estaba separada, y hacía un par de años que dejó Londres para regresar a Cataluña. La otra nos dijo que era de Santiago de Compostela, llegó a Barcelona con dieciocho años, estudió medicina y ahora trabaja como especialista en medicina nuclear en el Hospital de san Pablo. ¡Qué envidia! Las compara uno con esos adefesios que no paran de gritar e insultar en las calles y en los parlamentos, y se le cae el alma a los pies.
Hay una juventud maravillosa, trabajadora, inteligente, responsable y con criterio. Pero, lamentablemente, esa juventud no se dedica a la política, sino a trabajar. Y hay otra juventud ignorante, sectaria, cargada de odio, que aborrece el sistema del que vive y, trata de inculcar a los demás los criterios que les resultan favorables, aferrándose a la coyuntura del momento y despreciando los objetivos de la sociedad. Hace demasiado tiempo que los gobiernos intentan encontrar un modelo educativo para todos los españoles, pero los intereses de unos y otros impiden que lleguemos a un acuerdo. ¡Así nos va! Cada músico interpreta la melodía que le gusta, con el pito que quiere, sin director de orquesta y sin partitura.
Dice Pérez Reverte que, por los textos escolares, se puede adivinar el futuro que nos espera. Comenta un debate, en quinto de primaria, sobre el nivel de “tolerancia” de los Reyes Católicos, y concluye diciendo que «Cuando se celebre el Día del Orgullo del Gilipollas, no vamos a caber todos en la calle». Posiblemente, gracias a debates tan absurdos, los niños acabarán pensando que Fernando e Isabel fueron unos tiranos intolerantes, mientras que algunos de nuestros gobernantes actuales les parecerán modelos de benevolencia y comprensión. ¡Qué país!
Cuando llegué a Barcelona, saturado de los nobles ideales recibidos en Las Escuelas, le dije al padre de una alumna que pondría el alma para educar a su hija Margarita.
—No hace falta, profesor; ponga usted el alma en enseñarle matemáticas para que apruebe la reválida con buena nota, que de lo otro ya nos encargaremos su madre y yo.
Entonces no lo entendí; pero luego, a la hora de elegir colegio para mi hija, sí.
¿Qué se puede esperar de un país en el que se deja la educación en manos de gobiernos autonómicos, para que infundan a los niños las ideologías convenientes a sus intereses? Es indiscutible que todo respira el aroma infecto de la corrupción; está muy claro que debemos denunciar a los culpables, y esperar a que la ley actúe; pero, mientras tanto, hay que dejarse de modas absurdas, de utópicas ensoñaciones y demagogias dirigidas a ignorantes. Cuando me pregunto en manos de quién estamos, la respuesta que encuentro no es muy alentadora. Tenemos una derecha corrupta, cobarde e intrigante, y una izquierda tramposa, demagógica y capaz de aprovechar cualquier desgracia en su provecho, sin importarle España ni el sistema. Que san Isidoro ―cuya festividad celebramos hoy― nos eche una mano, que falta nos hace.
Barcelona, 23 de abril de 2017.