Muerte digna

Por Juan Antonio Fernández Arévalo.

Cuando, desde hace tiempo, se rompen las amarras que nos unían a la Iglesia católica, el momento de la muerte se aprecia de una forma bien distinta. La obligación religiosa de ponerse a bien con Dios, entregando el sacrificio y el dolor de los últimos momentos como purificación e impulso hacia la ¿nueva vida eterna?, deja paso a la concepción humana -y humanista- de aceptación de la muerte como final de la vida y, por lo tanto, como parte de la vida misma, que es un segmento temporal que empieza en el nacimiento y termina en la muerte (Kierkegaard y otros filósofos existencialistas nos pueden ilustrar).

Y, aunque en nuestro ateísmo pasivo, que no militante, aún se perciban elementos mágicos unidos a la muerte; y, aunque el respeto a la culminación de la vida siga estando impregnado de elementos reverenciales -e irracionales-, la muerte no puede seguir siendo aceptada de cualquier manera, sencillamente porque hemos superado aquella fase negra de “lo que Dios quiera” o “porque lo quiere Dios”. Hay numerosos testimonios en la historia sobre dolores insufribles en torno a la muerte, como para que nos lo tomemos a broma.

Sé que muchos católicos, aún practicantes, piensan que la muerte no puede estar rodeada de dolor, como expiación de los pecados del pasado. Para ellos, también, la muerte es un momento más de la vida, para el que no está vedada la mayor dignidad posible, que toda persona debe tener en todos los momentos de la vida humana. ¿O, acaso, con la muerte, el hombre debe perder esa condición humana?

La Iglesia católica ha estado ligada tradicionalmente al dolor y al sacrificio de la muerte, como señal inequívoca de salvación o como preparación y purificación hacia la otra vida; si bien, en los últimos tiempos, han surgido voces, dentro de la propia Iglesia, humanizando el impacto de la muerte.

Indignado y estupefacto, aún tengo en la memoria el escarnio sufrido por el doctor Luis Montes, en la Comunidad de Madrid, por haberse atrevido a utilizar medios paliativos que “dulcificasen” el tránsito de la muerte, desde la vida a la no vida. Le llamaron asesino, lo crucificaron moralmente, le formaron expediente disciplinario con el fin de expulsarlo de la carrera médica, lo intentaron meter en la cárcel y, finalmente, eliminaron el departamento de cuidados paliativos para personas en estado terminal. Menos mal que aquello de la Inquisición, que tantos momentos de gloria ha dado a España, había dejado de actuar desde tiempos de Fernando VII (el maestro Cayetano Ripoll, ¡qué casualidad!, fue el último ajusticiado en 1826); de lo contrario, la hoguera, el garrote vil u otros métodos sofisticados, hubieran encontrado una víctima propiciatoria en el Dr. Montes.

Hay países que han aprobado leyes en favor de la voluntad soberana de la persona, con todas las precauciones y condicionamientos que el momento y las circunstancias exigen. Leyes sobre la muerte digna, sobre la eutanasia y/o sobre el suicidio asistido, han sido adoptadas por Suiza, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Colombia y algún estado de los Estados Unidos (California), mientras otros como Francia y algunos otros estados de EE UU han comenzado con otras disposiciones menos conflictivas, como la sedación terminal. España comienza ahora a plantearse la muerte digna: por algo se empieza.

Personalmente, estoy concienciado en favor de alguna forma de dignificación de la muerte, ampliable más tarde según la demanda de los ciudadanos y previo debate en profundidad de filósofos, médicos y demás profesionales interesados en dar salida al problema, no de boicotearlo. No se puede consentir que, en pleno siglo XXI, muchas personas sigan muriendo en medio de dolores atroces y a otras se les prolongue la vida artificiosamente, por razones religiosas la mayor parte de las veces, ocasionándole al enfermo terminal -y también a sus familiares y allegados- un dolor y sufrimiento innecesarios.

Siempre recordaré la muerte de mi padre, sin consciencia y en un estado físico deplorable, con una sonda nasogástrica para alimentarse, porque ya no tenía capacidad, ni física ni mental, para comer como dicta la naturaleza. Fue una auténtica infamia y yo me rebelo ante estos inquisidores que chapotean con la muerte.

Valga, como conclusión, el final de este poema, seguramente menos crudo de lo que debiera, que escribí a la muerte de mi padre:

La vida se derrama inexorable,
como la gota que el frasco rebosa,
y aparece su rostro inevitable,
espejo de una muerte pavorosa.

¿Por qué el fin será a veces deplorable
si es más digna la huida sigilosa?

Cartagena, 29 de marzo de 2017.

jafarevalo@gmail.com

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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