Por Jesús Ferrer Criado.
Llegan ahora Juan y Daniel juntos.
—A la paz de Dios —saludan al unísono—.
Antonio, sin preguntar, les pone sus dos chatos de vino tinto.
—¿Qué os pongo de tapa?
—Dinos qué hay —contesta Daniel—.
—Tengo fritada, lomo a la plancha, chorizo, queso y…
—Ponnos fritada y un platillo de aceitunas, si te viene bien.
—Bueno y ¿de qué hablabais, que os veía muy enverados? —me pregunta Juan—.
—Pues de un tal Silverio que acaba de irse. Estaba yo aquí esperándoos, con mi chato de vino, y aparece ese hombre; y, sin decir palabra, se ha metido en el cuerpo tres vasazos de vino a palo seco y, con las mismas, ha pagado y se ha ido. Todo en menos de cinco minutos. Yo no le conozco de nada y Antonio me estaba poniendo en antecedentes.
Mientras hablo, Daniel y Juan mueven la cabeza pensativos. Es Daniel quien empieza:
—No sé qué te ha contado ya Antonio, pero la historia de ese hombre es una novela de miedo que te cabrea, que te hace pensar y que te hace llorar.
—Si la hermana no se hubiera ido a Barcelona, la historia se hubiera escrito de otra manera; pero las cosas vienen como vienen.
Es Juan, que habla como si no quisiera tocar ahora el tema, pero Daniel sigue:
—Dicen que la muchacha se fue, porque estaba embarazada de uno de aquí, casado y con hijos, que le había hecho promesas. Se fue por lo de la honra. Dicen eso; pero cierto, lo que se dice cierto, no hay nada. Ni Silverio ni sus padres dijeron nunca nada, pero no se les veía alegres; esa es la verdad.
Juan, que ve que la cosa va a continuar, interrumpe con tono triste:
—Silverio, que es un bendito, se encontró de pronto, cuando todavía era un muchacho, con el papelón de trabajar de sol a sol y además cuidar de sus padres: la madre inválida, de la cama a la butaca y de la butaca a la cama, y el padre con un reúma terrible que no le dejaba ni salir a la puerta de la calle. Así que fíjate la juventud que se tiró el zagal. Y así estuvo por lo menos cuatro años, ¿no, Daniel?
Daniel asiente con la cabeza:
—Más o menos.
Antonio, que ya trajo las tapas, atiende brevemente a una pareja al otro extremo de la barra y se viene hacia nuestro grupo, con ganas de intervenir:
—Pero lo que echó a perder a Silverio fue el asunto de la novia.
—¿Cómo el asunto de la novia? ¿Todavía hay más? —pregunto yo, interesado—.
—Mira José Luis: si la moscarda te caga bien cagado no tienes escapatoria. Todo para ti.
Es “El Tablas”, que parece bien enterado de la historia y que ahora tiene más ganas de ponerme al corriente.
—Silverio, a los dos años de morir sus padres, se echó una novia, Fuensanta se llamaba, que estaba sirviendo en casa del médico. Iban en serio, como son aquí los noviazgos y tenían planes de boda. Silverio estaba muy ilusionado, porque ella era guapa y parecía buena muchacha; incluso se pasó por mi taller para encargar algunos muebles para la casa. Pensaban vivir en casa de Silverio; pero, antes, querían hacer algunas reformas y poner muebles nuevos. Él era ya “mocico” viejo; debería andar por los treinta o treinta y dos; y ella era mucho más joven: veinticuatro o así.
—Silverio no había tenido novia nunca. Era un inocentón. Cuando aquí andábamos todos con líos de faldas, tonteando con las niñas, guateques y esas cosas, él estaba aperreado con los padres. A lo mejor era un poco soso, digo yo; pero, a formal, no le ganaba nadie.
—Probablemente, Daniel. Nadie nace enseñado y, si Silverio no había tenido oportunidad, pues no me extraña que no supiera tratar a la novia como ella quería. Siempre fue de pocas palabras.
Antonio iba y venía, atendiendo a los demás clientes, y a nosotros mismos, y se acercaba, pero no intervenía en la conversación. Nosotros, por lo demás, intentábamos ser discretos y no llamar la atención de los demás clientes. Incluso nos fuimos al extremo de la barra, junto a la cafetera, para evitar ser oídos.
—Pero, fíjate por dónde, ¡cómo vienen las cosas! A poco de fijar la fecha de la boda, Fuensanta se pone mala, malísima; se la llevan a la capital y, a los dos días, muere en la residencia. En el pueblo —tú, en esos entonces estarías en Madrid—, se formó una conmoción terrible. No sé si tus padres te contaron algo por carta.
—No, no me llegó nada. Por lo que veo, estamos hablando de hace unos diez años. Efectivamente, yo estaba estudiando todavía en el internado. De todo este tema, no he sabido nada hasta ahora.
—Pues eso. Que la Fuensanta muere casi de repente, dicen que de una hemorragia, y el pueblo se moviliza en el entierro: todo el mundo llorando, el Silverio como un zombi, los padres de la muchacha que no dejaban salir el ataúd de la casa, etcétera, etcétera. En fin, todo el clamor popular contra la muerte, cuando se lleva a una muchacha joven, guapa y llena de vida.
—Sí, Juan; pero ya, desde el primer día, la gente empezó a hacerse preguntas. Yo, como casi todo el pueblo, fui al entierro y, al lado mío, la gente se preguntaba qué había ocurrido en realidad; si había sido un accidente o qué. Que una mujer joven, en la flor de la vida, se muera en veinticuatro horas, no es normal.
—Efectivamente, en un primer momento, por caridad y consideración con la familia, nadie dijo abiertamente nada; pero como sabéis, el novio de Encarni, la de la farmacia, es celador en la residencia y le faltó poco para contarle todo a la novia. Con pelos y señales. Yo supongo que los padres de la muchacha estarían enterados de todo pero, en aquellos años, el asunto no podía ser más deshonroso; así que se lo guardaron y convirtieron el silencio en llanto. El cura intentó consolarles, pero hay cosas que tienen poco arreglo. Era un secreto, claro; y la Encarni se lo contó, en secreto también, a alguna amiga que, a su vez, propagó el secreto a otra y así, a la semana, se había enterado todo el mundo, incluido Silverio, que por poco pierde la olla.
—Y ¿qué secreto era, si se puede saber? —pregunté yo, intrigado—.
—Pues que, mientras nuestro amigo Silverio se pasaba la tarde sentado en la puerta de la novia, a una distancia respetuosa de ella; mientras nuestro amigo Silverio iba al cine con ella y la suegra se sentaba en medio de los dos; mientras nuestro amigo Silverio paseaba con Fuensanta a la salida de misa, sin atreverse ni a cogerla de la mano, ella, para no aburrirse, tonteaba con el hijo menor de don Hermógenes, el médico.
—¡Si es que Fuensanta se tiraba el día allí! Llegaba por la mañana, a las ocho, desayunaba en casa del médico, iba a la compra, hacía las camas, limpiaba, almorzaba… Todo el día en esa casa, hasta las siete o más que volvía con su familia. Llegaba, se arreglaba un poco y a esperar a Silverio que llegaba puntual a “pelar la pava”, ¡con la madre al lado!