La dictadura de Franco supuso un envilecimiento de la vida política en España. Todos los partidos fueron proscritos y sus dirigentes, especialmente los republicanos, socialistas y comunistas, fueron perseguidos, encarcelados, depurados, fusilados o, quienes pudieron, exiliados. El socialismo y la socialdemocracia, que eran representados por el PSOE, se mantuvieron mal que bien en Francia y en México, fundamentalmente, aunque la desunión y la falta de entendimiento entre sus principales líderes les condujo hacia la irrelevancia fuera de España y, sobre todo, en el interior de nuestro país. El miedo y la confusión fueron elementos que terminaron por destruir cualquier atisbo de renacimiento de las ideas socialistas o socialdemócratas.
He citado, sin distinguir, socialismo y socialdemocracia, aunque ya, en las postrimerías de la dictadura, comienzan a diferenciarse, dentro de España, ambas opciones. Aunque sin gran nitidez, el partido socialista del interior, de Tierno Galván, de inspiración marxista, se distingue del que anima a ciertos grupos, de carácter generalmente reformista, que empiezan a destacarse en Sevilla, País Vasco, Madrid o Asturias. El grupo sevillano y el vasco empiezan a tejer una alianza que culmina en el llamado “pacto del Betis”, que bien pudiera llamarse también el del Nervión o Bidasoa, por el cual, Enrique Múgica, Ramón Rubial y Nicolás Redondo (grupo vasco) y Alfonso Guerra y Felipe González (grupo sevillano) acuden unidos al congreso de Suresnes (al sur de París), donde imponen su mayoría en la pobre y estéril organización del PSOE en el exilio, cuyo secretario general era, en esos momentos, un antiguo maestro de la República, Rodolfo Llopis. Será Felipe González quien se alce con la secretaría general del partido, convirtiéndose desde este momento (1974), en la figura indiscutible de la socialdemocracia española durante treinta años.
Con la muerte del dictador, en noviembre de 1975, el panorama político empieza a cambiar, a pesar de las primeras resistencias del entonces presidente del Gobierno, Arias Navarro. Tras la destitución de este reconocido franquista[i], el rey Juan Carlos eligió a Adolfo Suárez, en ese momento ministro‑secretario general del Movimiento, para que emprendiera la ingente tarea de transformación del Estado, desde una dictadura personal a una democracia representativa y participativa. Y Adolfo Suárez, a pesar de su carrera política en el régimen franquista, se convirtió en un personaje clave para la instauración de la democracia en nuestro país. Los obstáculos fueron muchos; pero Suárez supo navegar en aquellas aguas turbias como un gran timonel. Ante tanta negatividad, como nos muestra la actualidad, yo apunto hacia la creación de un Panteón de personas ilustres, al estilo francés, en el que el político abulense brillaría con luz propia[ii].
De inmediato envió una ley a las Cortes, la Ley para la Reforma política, que fue un recurso instrumental para pasar de un régimen político a otro. Según la frase de Torcuato Fernández Miranda: «Ir de la ley a la ley, a través de la ley», cuya interpretación sería ir de las Leyes fundamentales del Movimiento Nacional a la aprobación por el pueblo español de una Constitución democrática. A esta primera Ley, aprobada primeramente por las Cortes ‑con el suicidio político de sus procuradores‑ y luego en referéndum, le siguió la legalización de todos los partidos políticos, incluido el Partido Comunista de España, y la formación de un partido nuevo, Unión de Centro Democrático, cuya heterogeneidad en ideas, procedencias, intereses y compromisos no impidió su notable contribución a la elaboración y posterior aprobación de la Constitución Española de 1978, que fue la culminación de un proceso constituyente, conocido con el nombre de “La Transición”.